PÁGINAS

martes, 29 de julio de 2014

JULIO CORTÁZAR, AXOLOTL



JULIO CORTÁZAR
Julio Florencio Cortázar fue un escritor, traductor e intelectual de nacionalidad argentina.

Julio Cortázar es una de las principales figuras del llamado Boom de la literatura hispanoamericana, y obtuvo un gran reconocimiento internacional.

Este escritor además de su gran sensibilidad artística tuvo una gran preocupación social.
Se identificó con los pueblos marginados y estuvo muy cerca de los movimientos de izquierdas.
Como personaje público, intervino con firmeza en la defensa de los derechos humanos, y fue uno de los promotores y miembros más activos del Tribunal Russell, también llamado Tribunal Internacional sobre Crímenes de Guerra.


Tres años antes de morir como protesta por el régimen militar de su país adoptó la nacionalidad francesa, aunque sin renunciar a la argentina.



AXOLOTL



Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardín des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl.


El azar me llevó hasta ellos una mañana de primavera en que París abría su cola de pavo real después de la lenta invernada. Bajé por el bulevar de Port Royal, tomé St. Marcel y L’Hôpital, vi los verdes entre tanto gris y me acordé de los leones. Era amigo de los leones y las panteras, pero nunca había entrado en el húmedo y oscuro edificio de los acuarios. Dejé mi bicicleta contra las rejas y fui a ver los tulipanes. Los leones estaban feos y tristes y mi pantera dormía. Opté por los acuarios, soslayé peces vulgares hasta dar inesperadamente con los axolotl. Me quedé una hora mirándolos, y salí incapaz de otra cosa.



En la biblioteca Saint-Geneviève consulté un diccionario y supe que los axolotl son formas larvales, provistas de branquias, de una especie de batracios del género amblistoma. Que eran mexicanos lo sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados aztecas y el cartel en lo alto del acuario. Leí que se han encontrado ejemplares en África capaces de vivir en tierra durante los períodos de sequía, y que continúan su vida en el agua al llegar la estación de las lluvias. Encontré su nombre español, ajolote, la mención de que son comestibles y que su aceite se usaba (se diría que no se usa más) como el de hígado de bacalao.

No quise consultar obras especializadas, pero volví al día siguiente al Jardin des Plantes. Empecé a ir todas las mañanas, a veces de mañana y de tarde. El guardián de los acuarios sonreía perplejo al recibir el billete. Me apoyaba en la barra de hierro que bordea los acuarios y me ponía a mirarlos. No hay nada de extraño en esto porque desde un primer momento comprendí que estábamos vinculados, que algo infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos. Me había bastado detenerme aquella primera mañana ante el cristal donde unas burbujas corrían en el agua. Los axolotl se amontonaban en el mezquino y angosto (sólo yo puedo saber cuán angosto y mezquino) piso de piedra y musgo del acuario. Había nueve ejemplares y la mayoría apoyaba la cabeza contra el cristal, mirando con sus ojos de oro a los que se acercaban. Turbado, casi avergonzado, sentí como una impudicia asomarme a esas figuras silenciosas e inmóviles aglomeradas en el fondo del acuario. Aislé mentalmente una situada a la derecha y algo separada de las otras para estudiarla mejor. Vi un cuerpecito rosado y como translúcido (pensé en las estatuillas chinas de cristal lechoso), semejante a un pequeño lagarto de quince centímetros, terminado en una cola de pez de una delicadeza extraordinaria, la parte más sensible de nuestro cuerpo. Por el lomo le corría una aleta transparente que se fusionaba con la cola, pero lo que me obsesionó fueron las patas, de una finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas minuciosamente humanas. Y entonces descubrí sus ojos, su cara, dos orificios como cabezas de alfiler, enteramente de un oro transparente carentes de toda vida pero mirando, dejándose penetrar por mi mirada que parecía pasar a través del punto áureo y perderse en un diáfano misterio interior. Un delgadísimo halo negro rodeaba el ojo y los inscribía en la carne rosa, en la piedra rosa de la cabeza vagamente triangular pero con lados curvos e irregulares, que le daban una total semejanza con una estatuilla corroída por el tiempo. La boca estaba disimulada por el plano triangular de la cara, sólo de perfil se adivinaba su tamaño considerable; de frente una fina hendedura rasgaba apenas la piedra sin vida. A ambos lados de la cabeza, donde hubieran debido estar las orejas, le crecían tres ramitas rojas como de coral, una excrescencia vegetal, las branquias supongo. Y era lo único vivo en él, cada diez o quince segundos las ramitas se enderezaban rígidamente y volvían a bajarse. A veces una pata se movía apenas, yo veía los diminutos dedos posándose con suavidad en el musgo. Es que no nos gusta movernos mucho, y el acuario es tan mezquino; apenas avanzamos un poco nos damos con la cola o la cabeza de otro de nosotros; surgen dificultades, peleas, fatiga. El tiempo se siente menos si nos estamos quietos.
Fue su quietud la que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axolotl. Oscuramente me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente. Después supe mejor, la contracción de las branquias, el tanteo de las finas patas en las piedras, la repentina natación (algunos de ellos nadan con la simple ondulación del cuerpo) me probó que eran capaz de evadirse de ese sopor mineral en el que pasaban horas enteras. Sus ojos sobre todo me obsesionaban. Al lado de ellos en los restantes acuarios, diversos peces me mostraban la simple estupidez de sus hermosos ojos semejantes a los nuestros. Los ojos de los axolotl me decían de la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el guardián tosía inquieto) buscaba ver mejor los diminutos puntos áureos, esa entrada al mundo infinitamente lento y remoto de las criaturas rosadas. Era inútil golpear con el dedo en el cristal, delante de sus caras no se advertía la menor reacción. Los ojos de oro seguían ardiendo con su dulce, terrible luz; seguían mirándome desde una profundidad insondable que me daba vértigo.

Y sin embargo estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser un axolotl. Lo supe el día en que me acerqué a ellos por primera vez. Los rasgos antropomórficos de un mono revelan, al revés de lo que cree la mayoría, la distancia que va de ellos a nosotros. La absoluta falta de semejanza de los axolotl con el ser humano me probó que mi reconocimiento era válido, que no me apoyaba en analogías fáciles. Sólo las manecitas... Pero una lagartija tiene también manos así, y en nada se nos parece. Yo creo que era la cabeza de los axolotl, esa forma triangular rosada con los ojitos de oro. Eso miraba y sabía. Eso reclamaba. No eran animales.
Parecía fácil, casi obvio, caer en la mitología. Empecé viendo en los axolotl una metamorfosis que no conseguía anular una misteriosa humanidad. Los imaginé conscientes, esclavos de su cuerpo, infinitamente condenados a un silencio abisal, a una reflexión desesperada. Su mirada ciega, el diminuto disco de oro inexpresivo y sin embargo terriblemente lúcido, me penetraba como un mensaje: «Sálvanos, sálvanos». Me sorprendía musitando palabras de consuelo, transmitiendo pueriles esperanzas. Ellos seguían mirándome inmóviles; de pronto las ramillas rosadas de las branquias se enderezaban. En ese instante yo sentía como un dolor sordo; tal vez me veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de sus vidas. No eran seres humanos, pero en ningún animal había encontrado una relación tan profunda conmigo. Los axolotl eran como testigos de algo, y a veces como horribles jueces. Me sentía innoble frente a ellos, había una pureza tan espantosa en esos ojos transparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir máscara y también fantasma. Detrás de esas caras aztecas inexpresivas y sin embargo de una crueldad implacable, ¿qué imagen esperaba su hora?

Les temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros visitantes y del guardián, no me hubiese atrevido a quedarme solo con ellos. «Usted se los come con los ojos», me decía riendo el guardián, que debía suponerme un poco desequilibrado. No se daba cuenta de que eran ellos los que me devoraban lentamente por los ojos en un canibalismo de oro. Lejos del acuario no hacía mas que pensar en ellos, era como si me influyeran a distancia. Llegué a ir todos los días, y de noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando lentamente una mano que de pronto encontraba la de otro. Acaso sus ojos veían en plena noche, y el día continuaba para ellos indefinidamente. Los ojos de los axolotl no tienen párpados.

Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada mañana al inclinarme sobre el acuario el reconocimiento era mayor. Sufrían, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese sufrimiento amordazado, esa tortura rígida en el fondo del agua. Espiaban algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axolotl. No era posible que una expresión tan terrible que alcanzaba a vencer la inexpresividad forzada de sus rostros de piedra, no portara un mensaje de dolor, la prueba de esa condena eterna, de ese infierno líquido que padecían. Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad proyectaba en los axolotl una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso no hubo nada de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una vez mas de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupila. Veía de muy cerca la cara de una axolotl inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, en vez del axolotl vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí.

Sólo una cosa era extraña: seguir pensando como antes, saber. Darme cuenta de eso fue en el primer momento como el horror del enterrado vivo que despierta a su destino. Afuera mi cara volvía a acercarse al vidrio, veía mi boca de labios apretados por el esfuerzo de comprender a los axolotl. Yo era un axolotl y sabía ahora instantáneamente que ninguna comprensión era posible. Él estaba fuera del acuario, su pensamiento era un pensamiento fuera del acuario. Conociéndolo, siendo él mismo, yo era un axolotl y estaba en mi mundo. El horror venía -lo supe en el mismo momento- de creerme prisionero en un cuerpo de axolotl, transmigrado a él con mi pensamiento de hombre, enterrado vivo en un axolotl, condenado a moverme lúcidamente entre criaturas insensibles. Pero aquello cesó cuando una pata vino a rozarme la cara, cuando moviéndome apenas a un lado vi a un axolotl junto a mí que me miraba, y supe que también él sabía, sin comunicación posible pero tan claramente. O yo estaba también en él, o todos nosotros pensábamos como un hombre, incapaces de expresión, limitados al resplandor dorado de nuestros ojos que miraban la cara del hombre pegada al acuario.

Él volvió muchas veces, pero viene menos ahora. Pasa semanas sin asomarse. Ayer lo vi, me miró largo rato y se fue bruscamente. Me pareció que no se interesaba tanto por nosotros, que obedecía a una costumbre. Como lo único que hago es pensar, pude pensar mucho en él. Se me ocurre que al principio continuamos comunicados, que él se sentía más que nunca unido al misterio que lo obsesionaba. Pero los puentes están cortados entre él y yo porque lo que era su obsesión es ahora un axolotl, ajeno a su vida de hombre. Creo que al principio yo era capaz de volver en cierto modo a él -ah, sólo en cierto modo-, y mantener alerta su deseo de conocernos mejor. Ahora soy definitivamente un axolotl, y si pienso como un hombre es sólo porque todo axolotl piensa como un hombre dentro de su imagen de piedra rosa. Me parece que de todo esto alcancé a comunicarle algo en los primeros días, cuando yo era todavía él. Y en esta soledad final, a la que él ya no vuelve, me consuela pensar que acaso va a escribir sobre nosotros, creyendo imaginar un cuento va a escribir todo esto sobre los axolotl.

ESCUCHA LA LECTURA DE AXOLOTL DE JULIO CORTÁZAR












sábado, 26 de julio de 2014

ÁNGEL GONZÁLEZ, LA VIDA EN JUEGO




ÁNGEL GONZÁLEZ
Nacido en Oviedo en 1925, el poeta, ensayista y profesor Ángel González es uno de uno de los máximos representantes de la denominada "poesía social" entre los poetas de la Generación del 50.





LA VIDA EN JUEGO

Donde pongo la vida pongo el fuego
de mi pasión volcada y sin salida.
Donde tengo el amor, toco la herida.
Donde dejo la fe, me pongo en juego.

Pongo en juego mi vida, y pierdo, y luego
vuelvo a empezar, sin vida, otra partida.
Perdida la de ayer, la de hoy perdida,
no me doy por vencido, y sigo, y juego

lo que me queda; un resto de esperanza.
Al siempre va. Mantengo mi postura.
Si sale nunca, la esperanza es muerte.

Si sale amor, la primavera avanza.
Pero nunca o amor, mi fe segura:
jamás o llanto, pero mi fe fuerte.




DONDE PONGO LA VIDA PONGO EL FUEGO
Aquí puedes escuchar musicalizado el poema de Ángel González, La vida en juego, con el título de Donde pongo la vida pongo el fuego, interpretado por el cantante Pedro Guerra en el disco LP titulado La palabra en el aire que grabó junto con el poeta ovetense en el año 2003:


jueves, 24 de julio de 2014

J.K. ROWLING, HARRY POTTER Y EL PRISIONERO DE AZKABÁN


J.K. ROWLING
Escritora escocesa, J.K. Rowling es conocida principalmente por su serie de libros juveniles protagonizados por el joven mago Harry Potter.

Su editor, Bloomsbury, quiso que ella utilizara sus iniciales en la portada de los libros de Harry Potter, indicando que un nombre femenino en la portada atraería menos el interés de los niños, por lo que decidió utilizar el nombre de su abuela, "Kathleen", como segunda inicial.




Sus libros de la serie de Harry Potter han sido un verdadero fenómeno literario a nivel mundial que ha conseguido vender más de 400 millones de ejemplares, siendo traducida a más de 20 idiomas.




HARRY POTTER Y EL PRISIONERO DE AZKABÁN

Por la cicatriz que lleva en la frente, sabemos que Harry Potter no es un niño como los demás, sino el héroe que venció a lord Voldemort, el más temible y maligno mago de todos los tiempos y culpable de la muerte de los padres de Harry. 

Desde entonces, Harry tiene que vivir con sus horribles tíos y su insoportable primo Dudley, todos ellos muggles, o sea, personas no magas, que desprecian a su sobrino debido a sus poderes.

Afortunadamente Harry asiste al Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería y allí corre muchas aventuras junto con sus amigos Hermione y Ron.

En el tercer libro de la saga, titulado Harry Potter y el prisionero de Azkabán, se cuenta el tercer año de Harry en Hogwarts y, como siempre, además de a los examénes y a los partidos de quidditch, el joven mago deberá  descubrir el la historia oculta de su padrino Sirius Black y enfrentarse a las insidias de su terrible enemigo Lord Voldemort



Los protagonistas utilizan un giratiempo que tiene Hermione la amiga de Harry Potter.

El giratiempo es un pequeño artefacto para viajar hacia atrás en el tiempo y este viaje en el tiempo es parte esencial de la trama del libro Harry Potter y el prisionero de Azkabán.

EL GIRATIEMPO


El giratiempo es un objeto que permite retroceder en el tiempo. 

Se lo entrega la profesora McGonagall a Hermione para que pueda asistir a más clases durante el tercer curso en Hogwarts.


Tiene la apariencia de un reloj de arena pequeño y retrocede una hora por cada vuelta que le den.

Es muy importante que la persona que use un giratiempo evite el contacto con su ser en el pasado ya que podrían atacarse o incluso quitarse la vida por la confusión que se produciría.





J.K.Rowling ha aclarado que el giratiempo sólo puede retroceder hasta el inicio del día y que los magos aún no saben mucho de la utilización de este artefacto.






























lunes, 14 de julio de 2014

NADINE GORDIMER, UN HALLAZGO


NADINE GORDIMER (1923-2014)

Novelista sudafricana, de padres judíos, cuya obra toma posición contra la discriminación racial reinante en su país.

Uno de sus temas recurrentes es la injusticia del sistema del apartheid, y los conflictos morales que éste supone para la clase media blanca. 
Muy admirada por la fuerza de sus diálogos y por su habilidad de escribir apasionadamente sin caer en dogmatismos. 
Entre sus obras tenemos La historia de mi hijoUn mundo de extraños y Ocasión para amar.
Tambien escribió relatos cortos como el titulado Un hallazgo que podemos leer a continuación.
Recibió el Premio Nobel de Literatura en 1991.



UN HALLAZGO

Que se las lleve el diablo.



Un hombre que había tenido mala suerte con las mujeres decidió vivir solitario por un tiempo. Dos veces se había casado por amor. Despejó la casa de cuanto de alguna manera se le había escapado a su abnegada segunda esposa cuando se largó con las posesiones favoritas que juntos habían coleccionado ‑cuadros, cristal fino, hasta los mejores vinos sacados de la cava‑; tiró los libros en cuya guarda la primera mujer había escrito, amorosa, su nuevo nombre de casada. En seguida se fue de vacaciones sin llevar consigo a ninguna mujer. Por primera vez, que pudiera recordar.



Pero aquellas rameras y vagabundas de quienes se creyó enamorado habían resultado tan infieles como las honestas esposas que juraron quererlo eternamente.


Se fue solo a un balneario donde las rocas lanzaban el mar hacia arriba en forma de abanicos ásperos y la marea siseaba y se chupaba las charcas. No había arena. Sobre piedras, semejantes a confites hirvientes, a rayas, punteadas o estriadas, la gente ‑las mujeres‑ se acostaba en colchonetas descoloridas por la sal y se acariciaba con aceites aromáticos. Aquel año llevaban el cabello recogido y sujeto por gorros elásticos de flores artificiales, o chorreaba suelto ‑al salir del agua con cuentas cristalinas como joyas sobre sus brillantes miembros‑ y cogido por hebillas doradas que intercambiaban señales luminosas con los pendientes que formaban un aro en sus orejas. Los senos iban desnudos y sobre el pubis vestían triángulos invertidos de tela fosforescente, asegurados por un cordón que subía por la división entre las nalgas, para encontrarse con dos cordones que bajaban del vientre y las caderas. En su línea de visión, mientras se alejaban hacia el mar, parecían totalmente desnudas; cuando subían del mar, jadeando de placer, en dirección a su línea de visión, sus pechos danzaban y se colgaban al agacharse; reían mientras recogían toallas, peines y bronceador. Los cuerpos de algunas tenían diseños parecidos a telas estampadas: listones y parches blancos o rojos donde la ropa había tapado algunos trozos de sus cuerpos de la llameante inmersión en el sol. Otras tenían los pezones en carne viva, como fresas, y se podía observar que a duras penas soportaban tocarlos con bálsamo. Había hombres, pero él no los veía. Cuando cerraba los ojos y oía el mar alcanzaba a oler a las mujeres ‑el aceite.

Nadaba mucho; adentrándose en la serena bahía, entre surfistas crucificados contra sus vistosas velas, o más cerca a la orilla, donde la espuma le golpeaba la cabeza bajo aludes de aguas blancas. Un cardumen de madres jóvenes andaba con sus infantes por las aguas poco profundas. Desnudos, apoyados contra su carne blanda, los niños se aferraban a ellas, tan recientemente separados de allí que parecían aún formar parte de aquellos cuerpos femeninos en los que habían sido sembrados por varones como él. Se acostaba sobre las piedras a secarse. Le gustaba su roce duro y se retorcía para ajustar sus huesos a ellas, hundiéndolos con sus movimientos hasta que lograba acomodarlos en las depresiones, de suerte que las curvas de su cuerpo, más que ofrecer resistencia, fuesen recibidas por ellas. Dormía, y despertaba para ver piernas afeitadas pasar junto a su cabeza ‑mujeres‑. Gotas desprendidas de los cabellos mojados de aquellas caían sobre sus hombros cálidos. A veces se encontraba nadando bajo el agua, debajo de ellas, y su cuerpo de piel áspera pasaba rozándolas, como un tiburón.

Como suelen hacer los hombres cuando están solos, echaba piedras al mar, recordando ‑recuperando‑ el arte de lograr hacerlas besar la superficie saltando. Acostado boca abajo fuera del alcance de los últimos arroyuelos, colaba puñados de piedras pulidas por el mar, entresacaba algunas y, de cerca, comenzaba a verlas como los adultos han dejado de ver: como un niño mira y remira una flor, una hoja o una piedra, siguiendo sus vetas aluviales, sus fragmentos de color misteriosos, las placas de mica allí sepultadas, sintiendo (lo hacía) su forma de huevo o de rombo, pulida por la mano aceitosa y acariciadora del mar.

No todas las piedras eran en realidad piedras. Había óvalos ambarinos aplanados que el océano, tallador de gemas, había pulido a partir de botellas de cerveza quebradas. Había cabujones de vidrios azules y verdes (otra botella ahogada) que podrían haber pasado por aguamarinas o esmeraldas. Los niños los recogían en gorras o en baldes. Y una tarde, entre tales tesoros, mezclados con trozos de espuma de estireno ‑desechos de barcos de carga‑, y con otras echazones que se arrojan al mar y flotan de nuevo para ser arrojaas otra vez en las playas de todo el mundo, encontró en las piedras con las que ocupaba una mano, como un monje que pasa las cuentas de su camándula, un auténtico tesoro. Entre los pedruscos de vidrio de color había un anillo de diamante y zafiro. No estaba sobre la superficie de la playa pedregosa, así que era evidente que ninguna mujer lo había dejado caer aquel día. Alguna querida, algún tesoro del hombre rico (o alguna esposa oculta), al zambullirse desde un yate, allá lejos, con sus joyas puestas mientras se iba despojando con elegancia de otros ropajes, debió sentir que uno de los anillos se le resbalaba del dedo por acción del agua. O no lo sintió, sólo lo percibió al regresar a cubierta, y corrió a buscar la póliza de seguros, mientras el mar arrastraba el anillo cada vez más hondo; y luego, cansándose de él con el correr de los días, de los años, y empujándolo con lentitud, lo echó afuera, y lo tiró a tierra. Era un anillo hermoso. Un zafiro, largo y oblongo, circundado de chispas redondas; y a lado y lado de este brillante montículo, un diamante tallado en forma de baguette que servía de puente a un círculo grabado.

Aunque lo había sacado de una profundidad de más de seis pulgadas mientras excavaba con sus dedos al azar, miró a su alrededor, como si la dueña tuviera que estar allí, de pie, encima de él.

Pero ellas se estaban embadurnando, estaban secando a los infantes con las toallas, se depilaban las cejas observándose en espejos diminutos, estaban sentadas con las piernas cruzadas y los senos apoyados sobre las mesas bajas donde el camarero del restaurante había colocado sus ensaladas y botellas de vino blanco. Subió al restaurante a llevar el anillo: tal vez alguien hubiese informado de una pérdida. La administradora se echó hacia atrás, como si un perista le hubiese estado ofreciendo bienes robados. Es valioso. Llévelo a la policía.

La sospecha despierta la atención; tal vez hubiera, en este lugar extranjero, algún motivo para sospechar, aun de la policía. Si nadie reclamaba el anillo, alguno de los lugareños se lo embolsaría. Así pues, qué importaba ‑y lo echó en su propio bolsillo, o mejor, en la bolsa donde guardaba el dinero, las tarjetas de crédito, las llaves del coche y las gafas de sol‑. Y regresó a la playa, a acostarse otra vez sobre las piedras, entre las mujeres. A pensar.

Puso un aviso en el periódico local: Hallado anillo en la Playa Horizonte Azul, el martes primero, junto con el teléfono y el número de su habitación en el hotel. La administradora tenía razón: hubo muchas llamadas.

Algunas de hombres que aducían que, en efecto, sus esposas, madres o novias habían perdido de veras un anillo en aquella playa. Cuando les pedía que lo describieran corrían el albur: un anillo de diamante. Pero cuando los presionaba, pidiéndoles más detalles, sólo les quedaba la mentira. Si una voz de mujer era lisonjera, mimosa (incluso llorosa a veces), identificable como la de una estafadora de mediana edad, colgaba en el momento en que ella intentaba describir su anillo perdido. Pero si la voz era atractiva y a veces claramente juvenil, suave, aun vacilante en su mentirosa osadía, le pedía a su dueña que viniera al hotel a reconocer el anillo.

Descríbalo.

Las sentaba cómodamente frente al balcón abierto para que la luz del mar indagara en sus rostros. Sólo una lo convenció de haber de veras perdido un anillo; lo describió en detalle y se marchó, apesadumbrada por haberlo molestado. Otras ‑algunas bastante atractivas o incluso muy, muy bonitas, vestidas para seducir‑ se habrían conformado con un resultado diferente de la visita si no lograban salirse con la suya al inventar su descripción del anillo. Parecían calcular que un anillo es un anillo: si es valioso, debe tener diamantes, y una o dos tuvieron el ingenio suficiente para decir que sí, que llevaba otras piedras preciosas, pero era una herencia (abuela, tía) y no sabían en realidad los nombres de las piedras.

¿Y el color? ¿La forma?

Se marchaban como ofendidas; o si reían con nerviosismo culpable era que sólo habían venido por aventurarse, para divertirse un poco. Y era bien difícil deshacerse de ellas de manera educada.

Pero hubo una cuya voz era diferente a la de cualquiera de las demás llamadas, quizás la voz dominada de una cantante o actriz, que expresaba timidez. Había perdido toda esperanza. De encontrarlo... mi anillo. Había visto el aviso y pensado no, no, es inútil. Pero ¿y si había una posibilidad en un millón...? Le pidió que viniera al hotel.

Con seguridad tenía cuarenta años, una belleza innata de grandes ojos serenos de un gris verdoso, que sólo necesitaba ayuda para conservar el color negro azabache de su cabello, que, comenzando en un penacho de forma de pico que se elevaba sobre la frente curva, se recogía en un bucle sobre la coronilla, brillante como plumas suavizadas. No había huellas de ningún pliegue allí donde se unían sus senos, firmemente separados en el escote de su vestido, tan negro como el cabello. Tenía manos hechas para anillos; extendió unos dedos largos, volteó las palmas hacia afuera: Y entonces se perdió; vi su reflejo por un instante en el agua.

Descríbalo.

Lo miró a los ojos, volvió la cabeza para apartar la mirada, y comenzó a hablar. Muy trabajado, dijo, platino y oro... Usted sabe, es difícil de precisar cuando se trata de un objeto que uno ha usado durante tanto tiempo, que ya ni lo nota. Un diamante grande... varios. Y esmeraldas, y piedras rojas... rubíes, pero creo que se habían caído antes... Fue al cajón del escritorio tocador y de debajo de unas carpetas que describían restaurantes, programas de TV por cable y servicios disponibles en la habitación, extrajo un sobre. Aquí tiene su anillo, dijo. Los ojos de la mujer no cambiaron. Lo extendió hacia ella. Su mano se dirigió lenta hacia él, como si nadara bajo el agua. Tomó el anillo y comenzó a ponérselo en el dedo del corazón de la mano derecha. No le servía, pero ella corrigió su movimiento con veloz acto de prestidigitación y se lo deslizó sobre el dedo anular, donde se acomodó.

La llevó a cenar y no se hizo alusión al tema. Nunca jamás. Ella se convirtió en su tercera esposa. Viven juntos y no hay entre ambos más cosas no dichas que las que se dan en otras parejas.
Nadine Gordimer









miércoles, 9 de julio de 2014

HUGO PRATT, CORTO MALTÉS



HUGO PRATT
Hugo Pratt, fue un dibujante, historietista y acuarelista italiano de origen sefardí, creador en 1967 del personaje de Corto Maltés.
Pratt fue un gran lector y poseía una amplia cultura, nutrida en su biblioteca de más de 20.000 libros.



En las páginas de Corto Maltés las lecturas de Pratt se perciben en las referencias a la Torá y al Talmud que se mezclan con citas de Byron, de Rimbaud o de Kipling, con las alusiones a Tomás Moro y con la presencia de personajes reales como Gabriele D'Annunzio, Hermann Hesse, Tamara de Lempicka o Jack London.


Hugo Pratt hace mención e incorpora en su obra a numerosos escritores y personajes históricos del paso del siglo XIX al siglo XX. 

Por su obra desfilan personajes como Rasputín, Stalin, el Barón Rojo, el escritor y aventurero Jack London o el dramaturgo Eugene O’Neill.

Entre los escritores se encuentra además con los novelistas James Joyce, Ernest Hemingway y Henry de Montfreid.

También conoce a los bandidos Butch Cassidy, Sundance Kid y su compañera Etta Place o al paleontólogo y teólogo Teilhard de Chardin.









Hugo Prat explicaba así la relación entre su dibujo y la literatura: “Lo que yo dibujo se parece a una escritura. Es una escritura”.
“Para llegar ahí, he tenido que leer una cantidad enorme de libros, registrar miles de datos, a menudo de forma inconsciente, para darme cuenta hoy que toda esa labor es una obra de memoria”. 


Por eso señalaba que las gaviotas que dibuja no son simples gaviotas: “Detrás de esos trazos está la poesía de Coleridge, de Baudelaire”.

Corto Maltés es el marinero romántico de figura estilizada protagonista de una serie de historietas de aventuras.

Este popular personaje, tuvo varias adaptaciones en forma de largometrajes de animación, diversos productos de mercadeo e incluso fue el protagonista de una campaña publicitaria para una colonia de Dior y diseñadores como Adolfo Domínguez o John Galliano lo usaron de inspiración para su ropa.


CORTO MALTÉS










Corto Maltés nació el 10 de julio de 1887 en La Valeta, en Malta.
Viajero, aventurero y marino, es súbdito británico, con residencia oficial en La Antigua en Barbados.

Corto Maltés es hijo de La Niña de Gibraltar, una hermosa gitana de Sevilla, y de un marinero británico de Cornualles enrolado en la Royal Navy. 







Corto es flemático y melancólico y combina la cultura inglesa, herencia de su padre con el aspecto mediterráneo y, como su madre, está interesado por la magia. 

Quienes se cruzan con él aseguran que su mirada parece querer leer el pensamiento de los demás. 

Corto es justo pero también cínico. Se guía por su moral aunque, lejos de cualquier idealismo, advierte que “lo que puede ser justo para ti, puede no serlo para mí”.
















Corto Maltés desapareció durante la Guerra Civil española; así lo quiso Pratt pues consideraba que este conflicto fue la última guerra romántica. 

Hugo Pratt jamás dibujó ese final pero en Bajo el signo de Capricornio el mismo Corto nos da una pista: “Una gitana me predijo que cuando yo muera, morirán conmigo todos los que estén a mi alrededor”. 

El mundo que nació tras esa guerra ya no era un mundo para Corto Maltés.


























Mucho antes de que el término “novela gráfica” se pusiera de moda, la obra de Hugo Pratt ya había sido clasificada como “literatura dibujada”.



Este vídeo te puede acercar un poco al mundo creado por Hugo Pratt para Corto Maltés:














jueves, 3 de julio de 2014

ADAM SMITH, LA RIQUEZA DE LAS NACIONES



Adam Smith, el retrato Muir, anónimo, siglo XVIII

ADAM SMITH
Adam Smith fue un economista y filósofo escocés, uno de los mayores exponentes de la economía clásica.

Su obra La riqueza de las naciones representa el primer gran trabajo de economía política clásica y liberal. 
En ella se aplicaban a la economía, por vez primera, los principios de investigación científica, en un intento de construir una ciencia independiente. 
Adam Smith pretende demostrar cómo el propio juego espontáneo del egoísmo humano bastaría para aumentar la riqueza de las naciones, si los gobiernos dejasen hacer y no interviniesen con medidas reflexivas.


¿QUÉ ES "LA MANO INVISIBLE" DE ADAM SMITH?
"La mano invisible" es uno de los conceptos tomados del economista del siglo XVIII, Adam Smith, que aparecen en su obra La riqueza de las naciones obra que es utilizado por el escritor José Luis Sampedro en su ensayo El mercado y la globalización.