viernes, 25 de enero de 2013

BENJAMIN BRITTEN, OTRA VUELTA DE TUERCA, LA ÓPERA


BENJAMIN BRITTEN
OTRA VUELTA DE TUERCA, LA ÓPERA

Otra vuelta de tuerca  o The Turn of the Screw es una ópera de Benjamin Britten con prólogo en dos actos.

El libreto es de Myfanwy Piper sobre la obra de Henry James.



Otra vuelta de Tuerca es quizás la ópera más popular del compositor inglés Benjamin Britten después de Peter Grimes y está basada en la novela gótica victoriana de Henry James.


SI TE APETECE ESCUCHARLA PUEDES HACERLO AQUÍ:

En esta versión filmada en 1982 por Petr Weigl, el reparto es el siguiente:
Heather Harper como Miss Jessel, Helen Donath como La Institutriz, Robert Tear como Peter Quint, Ava June como Mrs. Grose, Lilian Watson como Flora and Michael Ginn como Miles. Philip Langridge canta el prólogo.
Está interpretada por la Orquesta de Cámara de la Royal Opera House Covent Garden.



PRÓLOGO Y PRIMER ACTO





SEGUNDO ACTO







Cartel de Rafal Olbinski para la ópera Otra vuelta de Tuerca de Benjamin Britten 












jueves, 24 de enero de 2013

RAYMOND CARVER, TRES ROSAS AMARILLAS



RAYMOND CARVER 

TRES ROSAS AMARILLAS

Chejov. La noche del 22 de marzo de 1897, en Moscú, salió a cenar con su amigo y confidente Ale­xei Suvorin. Suvorin, editor y magnate de la prensa, era un reaccionario, un self-made man cuyo padre había sido soldado raso en Borodino. Al igual que Chejov, era nieto de un siervo. Tenían eso en co­mún: sangre campesina en las venas. Pero tanto política como temperamentalmente se hallaban en las antípodas. Suvorin, sin embargo, era uno de los escasos íntimos de Chejov, y Chejov gustaba de su compañía.

Naturalmente, fueron al mejor restaurante de la ciudad, un antiguo palacete llamado L'Ermitage (es­tablecimiento en el que los comensales podían tar­dar horas -la mitad de la noche incluso- en dar cuenta de una cena de diez platos en la que, como es de rigor, no faltaban los vinos, los licores y el café). Chejov iba, como de costumbre, impecable­mente vestido: traje oscuro con chaleco. Llevaba, cómo no, sus eternos quevedos. Aquella noche tenía un aspecto muy similar al de sus fotografías de ese tiempo. Estaba relajado, jovial. Estrechó la mano del maitre, y echó una ojeada al vasto comedor. Las recargadas arañas anegaban la sala de un vivo ful­gor. Elegantes hombres y mujeres ocupaban las me­sas. Los camareros iban y venían sin cesar. Acababa de sentarse a la mesa, frente a Suvorin, cuando re­pentinamente, sin el menor aviso previo, empezó a brotarle sangre de la boca. Suvorin y dos camareros lo acompañaron al cuarto de baño y trataron de detener la hemorragia con bolsas de hielo. Suvorin lo llevó luego a su hotel, e hizo que le prepararan una cama en uno de los cuartos de su suite. Más tarde, después de una segunda hemorragia, Chejov se avino a ser trasladado a una clínica especializada en el tratamiento de la tuberculosis y afecciones res­piratorias afines. Cuando Suvorin fue a visitarlo días después, Chejov se disculpó por el «escándalo» del restaurante tres noches atrás, pero siguió insis­tiendo en que su estado no era grave. «Reía y bromea­ba como de costumbre -escribe Suvorin en su diario-, mientras escupía sangre en un aguamanil.»

María Chejov, su hermana menor, fue a visitarlo a la clínica los últimos días de marzo. Hacía un tiempo de perros; una tormenta de aguanieve se abatía sobre Moscú, y las calles estaban llenas de montículos de nieve apelmazada. María consiguió a duras penas parar un coche de punto que la lle­vase al hospital. Y llegó llena de temor y de in­quietud.

«Anton Pavlovich yacía boca arriba -escribe Ma­ría en sus Memorias-. No le permitían hablar. Des­pués de saludarle, fui hasta la mesa a fin de ocultar mis emociones.» Sobre ella, entre botellas de cham­paña, tarros de caviar y ramos de flores enviados por amigos deseosos de su restablecimiento, María vio algo que la aterrorizó: un dibujo hecho a mano -obra de un especialista, era evidente- de los pul­mones de Chejov. (Era de este tipo de bosquejos que los médicos suelen trazar para que los pacien­tes puedan ver en qué consiste su dolencia.) El con­torno de los pulmones era azul, pero sus mitades superiores estaban coloreadas de rojo. «Me di cuenta de que eran ésas las zonas enfermas», escribe María.

También León Tolstoi fue una vez a visitarlo. El personal del hospital mostró un temor reverente al verse en presencia del más eximio escritor del país. (¿El hombre más famoso de Rusia?) Pese a estar prohibidas las visitas de toda persona ajena al «nú­cleo de los allegados», ¿cómo no permitir que viera a Chejov? Las enfermeras y médicos internos, en extremo obsequiosos, hicieron pasar al barbudo an­ciano de aire fiero al cuarto de Chejov. Tolstoi, pese al bajo concepto que tenía del Chejov autor de tea­tro («¿Adónde le llevan sus personajes? -le pregun­tó a Chejov en cierta ocasión-. Del diván al traste­ro, y del trastero al diván»), apreciaba sus narracio­nes cortas. Además -y tan sencillo como eso-, lo amaba como persona. Había dicho a Gorki: «Qué bello, qué espléndido ser humano. Humilde y apa­cible como una jovencita. Incluso anda como una jovencita. Es sencillamente maravilloso.» Y escribió en su diario (todo el mundo llevaba un diario o die­tario en aquel tiempo): «Estoy contento de amar... a Chejov.»

Tolstoi se quitó la bufanda de lana y el abrigo de piel de oso y se dejó caer en una silla junto a la cama de Chejov. Poco importaba que el enfermo estuviera bajo medicación y tuviera prohibido ha­blar, y más aún mantener una conversación. Chejov hubo de escuchar, lleno de asombro, cómo el conde disertaba acerca de sus teorías sobre la inmortali­dad del alma. Recordando aquella visita, Chejov es­cribiría más tarde: «Tolstoi piensa que todos los seres (tanto humanos como animales) seguiremos viviendo en un principio (razón, amor...) cuya esen­cia y fines son algo arcano para nosotros... De nada me sirve tal inmortalidad. No la entiendo, y Lev Ni­kolaievich se asombraba de que no pudiera enten­derla.»
A Chejov, no obstante, le produjo una honda im­presión el solícito gesto de aquella visita. Pero, a diferencia de Tolstoi, Chejov no creía, jamás había creído, en una vida futura. No creía en nada que no pudiera percibirse a través de cuando menos uno de los cinco sentidos. En consonancia con su con­cepción de la vida y la escritura, carecía -según confesó en cierta ocasión- de «una visión del mun­do filosófica, religiosa o política. Cambia todos los meses, así que tendré que conformarme con descri­bir la forma en que mis personajes aman, se despo­san, procrean y mueren. Y cómo hablan».
Unos años atrás, antes de que le diagnosticaran la tuberculosis, Chejov había observado: «Cuando un campesino es víctima de la consunción, se dice a sí mismo: "No puedo hacer nada. Me iré en la pri­mavera, con el deshielo."» (El propio Chejov mo­riría en verano, durante una ola de calor.) Pero, una vez diagnosticada su afección, Chejov trató siempre de minimizar la gravedad de su estado. Al parecer estuvo persuadido hasta el final de que lograría su­perar su enfermedad del mismo modo que se supera un catarro persistente. Incluso en sus últimos días parecía poseer la firme convicción de que seguía existiendo una posibilidad de mejoría. De hecho, en una carta escrita poco antes de su muerte, llegó a decirle a su hermana que estaba «engordando», y que se sentía mucho mejor desde que estaba en Ba­denweiler.
Badenweiler era un pequeño balneario y centro de recreo situado en la zona occidental de la Selva Negra, no lejos de Basilea. Se divisaban los Vosgos casi desde cualquier punto de la ciudad, y en aque­llos días el aire era puro y tonificador. Los rusos eran asiduos de sus baños termales y de sus apaci­bles bulevares. En el mes de junio de 1904 Chejov llegaría a Badenweiler para morir.
A principios de aquel mismo mes había soporta­do un penoso viaje en tren de Moscú a Berlín. Viajó con su mujer, la actriz Olga Knipper, a quien había conocido en 1898 durante los ensayos de La gavio­ta. Sus contemporáneos la describen como una ex­celente actriz. Era una mujer de talento, físicamente agraciada y casi diez años más joven que el drama­turgo. Chejov se había sentido atraído por ella de inmediato, pero era lento de acción en materia amo­rosa. Prefirió, como era habitual en él, el flirteo al matrimonio. Al cabo, sin embargo, de tres años de un idilio lleno de separaciones, cartas e inevitables malentendidos, contrajeron matrimonio en Moscú, el 25 de mayo de 1901, en la más estricta intimidad. Chejov se sentía enormemente feliz. La llamaba «mi poney», y a veces «mi perrito» o «mi cachorro». Tam­bién le gustaba llamarla «mi pavita» o sencillamente «mi alegría».
En Berlín Chejov había consultado a un reputa­do especialista en afecciones pulmonares, el doctor Karl Ewald. Pero, según un testigo presente en la entrevista, el doctor Ewald, tras examinar a su pa­ciente, alzó las manos al cielo y salió de la sala sin pronunciar una palabra. Chejov se hallaba más allá de toda posibilidad de tratamiento, y el doctor Ewald se sentía furioso consigo mismo por no poder obrar milagros y con Chejov por haber llegado a aquel estado.
Un periodista ruso, tras visitar a los Chejov en su hotel, envió a su redactor jefe el siguiente des­pacho: «Los días de Chejov están contados. Parece mortalmente enfermo, está terriblemente delgado, tose continuamente, le falta el resuello al más leve movimiento, su fiebre es alta.» El mismo periodista había visto al matrimonio Chejov en la estación de Potsdam, cuando se disponían a tomar el tren para Badenweiler. «Chejov -escribe- subía a duras pe­nas la pequeña escalera de la estación. Hubo de sentarse durante varios minutos para recobrar el aliento.» De hecho, a Chejov le resultaba doloroso incluso moverse: le dolían constantemente las pier­nas, y tenía también dolores en el vientre. La enfer­medad le había invadido los intestinos y la médula espinal. En aquel instante le quedaba menos de un mes de vida. Cuando hablaba de su estado, sin embargo -según Olga-, lo hacía con «una casi irre­flexiva indiferencia».
El doctor Schwóhrer era uno de los muchos mé­dicos de Badenweiler que se ganaba cómodamente la vida tratando a una clientela acaudalada que acu­día al balneario en busca de alivio a sus dolencias. Algunos de sus pacientes eran enfermos y gente de salud precaria, otros simplemente viejos o hipocon­dríacos. Pero Chejov era un caso muy especial: un enfermo desahuciado en fase terminal. Y un perso­naje muy famoso. El doctor Schwóhrer conocía su nombre: había leído algunas de sus narraciones cor­tas en una revista alemana. Durante el primer exa­men médico, a primeros de junio, el doctor Schwóh­rer le expresó la admiración que sentía por su obra, pero se reservó para sí mismo el juicio clí­nico. Se limitó a prescribirle una dieta de cacao, harina de avena con mantequilla fundida y té de fresa. El té de fresa ayudaría al paciente a conciliar el sueño.
El 13 de junio, menos de tres semanas antes de su muerte, Chejov escribió a su madre diciéndole que su salud mejoraba: «Es probable que esté com­pletamente curado dentro de una semana.» ¿Qué podía empujarle a decir eso? ¿Qué es lo que pen­saba realmente en su fuero interno? También él era médico, y no podía ignorar la gravedad de su esta­do. Se estaba muriendo: algo tan simple e inevitable como eso. Sin embargo, se sentaba en el balcón de su habitación y leía guías de ferrocarril. Pedía in­formación sobre las fechas de partida de barcos que zarpaban de Marsella rumbo a Odessa. Pero sabía. Era la fase terminal: no podía no saberlo. En una de las últimas cartas que habría de escribir, sin embargo, decía a su hermana que cada día se en­contraba más fuerte.
Hacía mucho tiempo que había perdido todo afán de trabajo literario. De hecho, el año anterior había estado casi a punto de dejar inconclusa El jardín de los cerezos. Esa obra teatral le había supuesto el mayor esfuerzo de su vida. Cuando la estaba termi­nando apenas lograba escribir seis o siete líneas dia­rias. «Empiezo a desanimarme -escribió a Olga-. Siento que estoy acabado como escritor. Cada frase que escribo me parece carente de valor, inútil por completo.» Pero siguió escribiendo. Terminó la obra en octubre de 1903. Fue lo último que escribiría en su vida, si se exceptúan las cartas y unas cuantas anotaciones en su libreta.
El 2 de julio de 1904, poco después de media­noche, Olga mandó llamar al doctor Schwóhrer. Se trataba de una emergencia: Chejov deliraba. El azar quiso que en la habitación contigua se aloja­ran dos jóvenes rusos que estaban de vacaciones. Olga corrió hasta su puerta a explicar lo que pasa­ba. Uno de ellos dormía, pero el otro, que aún se­guía despierto fumando y leyendo, salió precipitada­mente del hotel en busca del doctor Schwóhrer. «Aún puedo oír el sonido de la grava bajo sus zapatos en el silencio de aquella sofocante noche de julio», escribiría Olga en sus memorias. Chejov tenía aluci­naciones: hablaba de marinos, e intercalaba retazos inconexos de algo relacionado con los japoneses. «No debe ponerse hielo en un estómago vacío», dijo cuando su mujer trató de ponerle una bolsa de hielo sobre el pecho.
El doctor Schwóhrer llegó y abrió su maletín sin quitar la mirada de Chejov, que jadeaba en la cama. Las pupilas del enfermo estaban dilatadas, y le bri­llaban las sienes a causa del sudor. El semblante del doctor Schwóhrer se mantenía inexpresivo, pues no era un hombre emotivo, pero sabía que el fin del escritor estaba próximo. Sin embargo, era médico, debía hacer -lo obligaba a ello un juramento- todo lo humanamente posible, y Chejov, si bien muy dé­bilmente, todavía se aferraba a la vida. El doctor Schwóhrer preparó una jeringuilla y una aguja y le puso una inyección de alcanfor destinada a estimu­lar su corazón. Pero la inyección no surtió ningún efecto (nada, obviamente, habría surtido efecto al­guno). El doctor Schwóhrer, sin embargo, hizo saber a Olga su intención de que trajeran oxígeno. Chejov, de pronto, pareció reanimarse. Recobró la lucidez y dijo quedamente: «¿Para qué? Antes de que llegue seré un cadáver.»
El doctor Schwóhrer se atusó el gran mostacho y se quedó mirando a Chejov, que tenía las mejillas hundidas y grisáceas, y la tez cérea. Su respiración era áspera y ronca. El doctor Schwóhrer supo que apenas le quedaban unos minutos de vida. Sin pro­nunciar una palabra, sin consultar siquiera con Olga, fue hasta el pequeño hueco donde estaba el teléfono mural. Leyó las instrucciones de uso. Si mantenía apretado un botón y daba vueltas a la manivela contigua al aparato, se pondría en comunicación con los bajos del hotel, donde se hallaban las cocinas. Cogió el auricular, se lo llevó al oído y siguió una a una las instrucciones. Cuando por fin le contesta­ron, pidió que subieran una botella del mejor cham­paña que hubiera en la casa. «¿Cuántas copas?», preguntó el empleado. «¡Tres copas!», gritó el mé­dico en el micrófono. «Y dése prisa, ¿me oye?» Fue uno de esos excepcionales momentos de inspiración que luego tienden a olvidarse fácilmente, pues la acción es tan apropiada al instante que parece ine­vitable.
Trajo el champaña un joven rubio, con aspecto de cansado y el pelo desordenado y en punta. Lle­vaba el pantalón del uniforme lleno de arrugas, sin el menor asomo de raya, y en su precipitación se había atado un botón de la casaca en una presilla equivocada. Su apariencia era la de alguien que se estaba tomando un descanso (hundido en un sillón, pongamos, dormitando) cuando de pronto, a pri­meras horas de la madrugada, ha oído sonar al aire, a lo lejos -santo cielo-, el sonido estridente del teléfono, e instantes después se ha visto sacudido por un superior y enviado con una botella de Moët a la habitación 211. «¡Y date prisa, ¿me oyes?!»
El joven entró en la habitación con una bandeja de plata con el champaña dentro de un cubo de plata lleno de hielo y tres copas de cristal tallado. Habi­litó un espacio en la mesa y dejó el cubo y las tres copas. Mientras lo hacía estiraba el cuello para tra­tar de atisbar la otra pieza, donde alguien jadeaba con violencia. Era un sonido desgarrador, pavoro­so, y el joven se volvió y bajó la cabeza hasta hundir la barbilla en el cuello. Los jadeos se hicieron más desaforados y roncos. El joven, sin percatarse de que se estaba demorando, se quedó unos instantes mirando la ciudad anochecida a través de la ven­tana. Entonces advirtió que el imponente caballero del tupido mostacho le estaba metiendo unas mo­nedas en la mano (una gran propina, a juzgar por el tacto), y al instante siguiente vio ante sí la puerta abierta del cuarto. Dio unos pasos hacia el exterior y se encontró en el descansillo, donde abrió la mano y miró las monedas con asombro.
De forma metódica, como solía hacerlo todo, el doctor Schwóhrer se aprestó a la tarea de descor­char la botella de champaña. Lo hizo cuidando de atenuar al máximo la explosión festiva. Sirvió luego las tres copas y, con gesto maquinal debido a la cos­tumbre, metió el corcho a presión en el cuello de la botella. Luego llevó las tres copas hasta la cabecera del moribundo. Olga soltó momentáneamente la mano de Chejov (una mano, escribiría más tarde, que le quemaba los dedos). Colocó otra almohada bajo su nuca. Luego le puso la fría copa de cham­paña contra la palma, y se aseguró de que sus dedos se cerraran en torno al pie de la copa. Los tres in­tercambiaron miradas: Chejov, Olga, el doctor Schwóhrer. No hicieron chocar las copas. No hubo brindis. ¿En honor de qué diablos iban a brindar? ¿De la muerte? Chejov hizo acopio de las fuerzas que le quedaban y dijo: «Hacía tanto tiempo que no bebía champaña...» Se llevó la copa a los labios y bebió. Uno o dos minutos después Olga le retiró la copa vacía de la mano y la dejó encima de la mesi­lla de noche. Chejov se dio la vuelta en la cama y se quedó tendido de lado. Cerró los ojos y suspiró. Un minuto después dejó de respirar.
El doctor Schwóhrer cogió la mano de Chejov, que descansaba sobre la sábana. Le tomó la muñeca entre los dedos y sacó un reloj de oro del bolsillo del chaleco, y mientras lo hacía abrió la tapa. El segundero se movía despacio, muy despacio. Dejó que diera tres vueltas alrededor de la esfera a la espera del menor indicio de pulso. Eran las tres de la madrugada, y en la habitación hacía un bochorno sofocante. Badenweiler estaba padeciendo la peor ola de calor conocida en muchos años. Las ventanas de ambas piezas permanecían abiertas, pero no ha­bía el menor rastro de brisa. Una enorme mariposa nocturna de alas negras surcó el aire y fue a chocar con fuerza contra la lámpara eléctrica. El doctor Schwóhrer soltó la muñeca de Chejov. «Ha muer­to», dijo. Cerró el reloj y volvió a metérselo en el bolsillo del chaleco.
Olga, al instante, se secó las lágrimas y comenzó a sosegarse. Dio las gracias al médico por haber acu­dido a su llamada. El le preguntó si deseaba algún sedante, láudano, quizá, o unas gotas de valeriana. Olga negó con la cabeza. Pero quería pedirle algo: antes de que las autoridades fueran informadas y los periódicos conocieran el luctuoso desenlace, an­tes de que Chejov dejara para siempre de estar a su cuidado, quería quedarse a solas con él un largo rato. ¿Podía el doctor Schwóhrer ayudarla? ¿Man­tendría en secreto, durante apenas unas horas, la noticia de aquel óbito?
El doctor Schw6hrer se acarició el mostacho con un dedo. ¿Por qué no? ¿Qué podía importar, después de todo, que el suceso se hiciera público unas horas más tarde? Lo único que quedaba por hacer era extender la partida de defunción, y podría hacerlo por la mañana en su consulta, después de dormir unas cuantas horas. El doctor Schwóhrer movió la cabeza en señal de asentimiento y reco­gió sus cosas. Antes de salir, pronunció unas pala­bras de condolencia. Olga inclinó la cabeza. «Ha sido un honor», dijo el doctor Schwóhrer. Cogió el ma­letín y salió de la habitación. Y de la Historia.
Fue entonces cuando el corcho saltó de la bo­tella. Se derramó sobre la mesa un poco de espuma de champaña. Olga volvió junto a Chejov. Se sentó en un taburete, y cogió su mano. De cuando en cuan­do le acariciaba la cara. «No se oían voces huma­nas, ni sonidos cotidianos -escribiría más tarde-. Sólo existía la belleza, la paz y la grandeza de la muerte.»
Se quedó junto a Chejov hasta el alba, cuando el canto de los tordos empezó a oírse en los jardines de abajo. Luego oyó ruidos de mesas y sillas: alguien las trasladaba de un sitio a otro en alguno de los pisos de abajo. Pronto le llegaron voces. Y entonces llamaron a la puerta. Olga sin duda pensó que se trataba de algún funcionario, el médico forense, por ejemplo, o alguien de la policía que formularía pre­guntas y le haría rellenar formularios, o incluso (aunque no era muy probable) el propio doctor Schwóhrer acompañado del dueño de alguna fune­raria que se encargaría de embalsamar a Chejov y repatriar a Rusia sus restos mortales.
Pero era el joven rubio que había traído el cham­paña unas horas antes. Ahora, sin embargo, llevaba los pantalones del uniforme impecablemente planchados, la raya nítidamente marcada y los botones de la ceñida casaca verde perfectamente abrocha­dos. Parecía otra persona. No sólo estaba despier­to, sino que sus llenas mejillas estaban bien afeita­das y su pelo domado y peinado. Parecía deseoso de agradar. Sostenía entre las manos un jarrón de porcelana con tres rosas amarillas de largo tallo. Le ofreció las flores a Olga con un airoso y marcial taconazo. Ella se apartó de la puerta para dejarle entrar. Estaba allí -dijo el joven- para retirar las copas, el cubo del hielo y la bandeja. Pero también quería informarle de que, debido al extremo calor de la mañana, el desayuno se serviría en el jardín. Confiaba asimismo en que aquel bochorno no les resultara en exceso fastidioso. Y lamentaba que hi­ciera un tiempo tan agobiante.
La mujer parecía distraída. Mientras el joven hablaba apartó la mirada y la fijó en algo que ha­bía sobre la alfombra. Cruzó los brazos y se cogió los codos con las manos. El joven, entretanto, con el jarrón entre las suyas a la espera de una señal, se puso a contemplar detenidamente la habitación. La viva luz del sol entraba a raudales por las ven­tanas abiertas. La habitación estaba ordenada; pa­recía poco utilizada aún, casi intocada. No había prendas tiradas encima de las sillas; no se veían zapatos ni medias ni tirantes ni corsés. Ni maletas abiertas. Ningún desorden ni embrollo, en suma; nada sino el cotidiano y pesado mobiliario. Enton­ces, viendo que la mujer seguía mirando al suelo, el joven bajó también la mirada, y descubrió al punto el corcho cerca de la punta de su zapato. La mujer no lo había visto: miraba hacia otra parte. El joven pensó en inclinarse para recogerlo, pero seguía con el jarrón en las manos y temía parecer aún más inoportuno si ahora atraía la atención hacia su per­sona. Dejó de mala gana el corcho donde estaba y levantó la mirada. Todo estaba en orden, pues, sal vo la botella de champaña descorchada y semivacía que descansaba sobre la mesa junto a dos copas de cristal. Miró en torno una vez más. A través de una puerta abierta vio que la tercera copa estaba en el dormitorio, sobre la mesilla de noche. Pero ¡había alguien aún acostado en la cama! No pudo ver nin­guna cara, pero la figura acostada bajo las mantas permanecía absolutamente inmóvil. Una vez perca­tado de su presencia, miró hacia otra parte. Enton­ces, por alguna razón que no alcanzaba a entender, lo embargó una sensación de desasosiego. Se aclaró la garganta y desplazó su peso de una pierna a otra. La mujer seguía sin levantar la mirada, seguía en­cerrada en su mutismo. El joven sintió que la sangre afluía a sus mejillas. Se le ocurrió de pronto, sin reflexión previa alguna, que tal vez debía sugerir una alternativa al desayuno en el jardín. Tosió, con­fiando en atraer la atención de la mujer, pero ella ni lo miró siquiera. Los distinguidos huéspedes ex­tranjeros -dijo- podían desayunar en sus habi­taciones si ése era su deseo. El joven (su nombre no ha llegado hasta nosotros, y es harto probable que perdiera la vida en la primera gran guerra) se ofre­ció gustoso a subir él mismo una bandeja. Dos ban­dejas, dijo luego, volviendo a mirar -ahora con mirada indecisa- en dirección al dormitorio.
Guardó silencio y se pasó un dedo por el borde interior del cuello. No comprendía nada. Ni siquiera estaba seguro de que la mujer le hubiera escuchado. No sabía qué hacer a continuación; seguía con el jarrón entre las manos. La dulce fragancia de las rosas le anegó las ventanillas de la nariz, e inexpli­cablemente sintió una punzada de pesar. La mujer, desde que había entrado él en el cuarto y se había puesto a esperar, parecía absorta en sus pensamien­tos. Era como si durante todo el tiempo que él ha­bía permanecido allí de pie, hablando, desplazando su peso de una pierna a otra, con el jarrón en las manos, ella hubiera estado en otra parte, lejos de Badenweiler. Pero ahora la mujer volvía en sí, y su semblante perdía aquella expresión ausente. Alzó los ojos, miró al joven y sacudió la cabeza. Parecía esforzarse por entender qué diablos hacía aquel jo­ven en su habitación con tres rosas amarillas. ¿Flo­res? Ella no había encargado ningunas flores.
Pero el momento pasó. La mujer fue a buscar su bolso y sacó un puñado de monedas. Sacó tam­bién unos billetes. El joven se pasó la lengua por los labios fugazmente: otra propina elevada, pero ¿por qué? ¿Qué esperaba de él aquella mujer? Nun­ca había servido a ningún huésped parecido. Volvió a aclararse la garganta.
No quería el desayuno, dijo la mujer. Todavía no, en todo caso. El desayuno no era lo más impor­tante aquella mañana. Pero necesitaba que le pres­tara cierto servicio. Necesitaba que fuera a buscar al dueño de una funeraria. ¿Entendía lo que le de­cía? El señor Chejov había muerto, ¿lo entendía? Comprenez-vous? ¿Eh, joven? Anton Chejov estaba muerto. Ahora atiéndeme bien, dijo la mujer. Que­ría que bajara a recepción y preguntara dónde po­día encontrar al empresario de pompas fúnebres más prestigioso de la ciudad. Alguien de confianza, es­crupuloso con su trabajo y de temperamento reser­vado. Un artesano, en suma, digno de un gran ar­tista. Aquí tienes, dijo luego, y le encajó en la mano los billetes. Diles ahí abajo que quiero que seas tú quien me preste este servicio. ¿Me escuchas? ¿En­tiendes lo que te estoy diciendo?
El joven se esforzó por comprender el sentido del encargo. Prefirió no mirar de nuevo en dirección al otro cuarto. Ya había presentido antes que algo no marchaba bien. Ahora advirtió que el corazón le latía con fuerza bajo la casaca, y que empezaba a aflorarle el sudor en la frente. No sabía hacia dón­de dirigir la mirada. Deseaba dejar el jarrón en al­guna parte.
Por favor, haz esto por mí, dijo la mujer. Te recordaré con gratitud. Diles ahí abajo que he insis­tido. Di eso. Pero no llames la atención innecesa­riamente. No atraigas la atención ni sobre tu per­sona ni sobre la situación. Diles únicamente que tienes que hacerlo, que yo te lo he pedido... y nada más. ¿Me oyes? Si me entiendes, asiente con la ca­beza. Pero sobre todo que no cunda la noticia. Lo demás, todo lo demás, la conmoción y todo eso... llegará muy pronto. Lo peor ha pasado. ¿Nos esta­mos entendiendo?
El joven se había puesto pálido. Estaba rígido, aferrado al jarrón. Acertó a asentir con la cabeza. Después de obtener la venia para salir del hotel, debía dirigirse discreta y decididamente, aunque sin precipitaciones impropias, hacia la funeraria. Debía
comportarse exactamente como si estuviera llevan­do a cabo un encargo muy importante, y nada más. De hecho estaba llevando a cabo un encargo muy importante, dijo la mujer. Y, por si podía ayudarle a mantener el buen temple de su paso, debía ima­ginar que caminaba por una acera atestada llevando en los brazos un jarrón de porcelana -un jarrón lleno de rosas- destinado a un hombre importante. (La mujer hablaba con calma, casi en un tono de confidencia, como si le hablara a un amigo o a un pariente.) Podía decirse a sí mismo incluso que el hombre a quien debía entregar las rosas le estaba esperando, que quizá esperaba con impaciencia su llegada con las flores. No debía, sin embargo, exal­tarse y echar a correr, ni quebrar la cadencia de su paso. ¡Que no olvidara el jarrón que llevaba en las manos! Debía caminar con brío, comportándose en todo momento de la manera más digna posible. De­bía seguir caminando hasta llegar a la funeraria, y detenerse ante la puerta. Levantaría luego la aldaba, y la dejaría caer una, dos, tres veces. Al cabo de unos instantes, el propio patrono de la funeraria bajaría a abrirle.
Sería un hombre sin duda cuarentón, o incluso cincuentón, calvo, de complexión fuerte, con gafas de montura de acero montadas casi sobre la pun­ta de la nariz. Sería un hombre recatado, modesto, que formularía tan sólo las preguntas más directas y esenciales. Un mandil. Sí, probablemente llevaría un mandil. Puede que se secara las manos con una toalla oscura mientras escuchaba lo que se le decía. Sus ropas despedirían un tufillo de formaldehído, pero perfectamente soportable, y al joven no le importaría en absoluto. El joven era ya casi un adul­to, y no debía sentir miedo ni repulsión ante esas cosas. El hombre de la funeraria le escucharía hasta el final. Era sin duda un hombre comedido y de buen temple, alguien capaz de ahuyentar en lugar de agra­var los miedos de la gente en este tipo de situacio­nes. Mucho tiempo atrás llegó a familiarizarse con la muerte, en todas sus formas y apariencias posi­bles. La muerte, para él, no encerraba ya sorpresas, ni soterrados secretos. Este era el hombre cuyos servicios se requerían aquella mañana.
El maestro de pompas fúnebres coge el jarrón de las rosas. Sólo en una ocasión durante el parla­mento del joven se despierta en él un destello de interés, de que ha oído algo fuera de lo ordinario. Pero cuando el joven menciona el nombre del muer­to, las cejas del maestro se alzan ligeramente. ¿Che­jov, dices? Un momento, en seguida estoy contigo.
¿Entiendes lo que te estoy diciendo?, le dijo Olga al joven. Deja las copas. No te preocupes por ellas. Olvida las copas de cristal y demás, olvida todo eso. Deja la habitación como está. Ahora ya todo está listo. Estamos ya listos. ¿Vas a ir?
Pero en aquel momento el joven pensaba en el corcho que seguía en el suelo, muy cerca de la pun­ta de su zapato. Para recogerlo tendría que agacharse sin soltar el jarrón de las rosas. Eso es lo que iba a hacer. Se agachó. Sin mirar hacia abajo. Cogió el corcho, lo encajó en el hueco de la palma y cerró la mano.





















lunes, 14 de enero de 2013

GOETHE, LAS DESVENTURAS DEL JOVEN WERTHER



JOHAN WOLFGANG VON GOETHE
Fue un poeta, novelista, dramaturgo y científico alemán que ayudó a fundar el Romanticismo, movimiento al que influenció profundamente. 

Su obra abarca géneros como la novela, la poesía lírica, el drama e incluso controvertidos tratados científicos.

Dejó una profunda huella en importantes escritores, compositores, pensadores y artistas posteriores, tiene gran importancia en la filosofía alemana posterior y constante fuente de inspiración para todo tipo de obras. 

LAS DESVENTURAS DEL JOVEN WERTHER


Las desventuras del joven Werther es una novela epistolar.
Se presenta como una colección de cartas escritas por Werther, un joven artista de temperamento sensible y apasionado, y dirigidas a su amigo Guillermo. 



En estas cartas, Werther relata su estancia en el pueblo de Wahlheim, donde queda encantado por las amables tradiciones de los campesinos.

Se enamora de Charlotte, una hermosa joven que cuida a sus hermanos después de la muerte de su madre.

Charlotte y Werther por Wilhelm von Kaulbach



Por desgracia, la joven Lotte ya está ya comprometida con Albert, un hombre once años mayor que ella. 
Werther cultiva una amistad íntima con Charlotte y Albert a pesar de la pena que esta relación le produce, pena que finalmente le lleva a abandonar Walheim para dirigirse a Weimar. Allí conoce a Fräulein von B. Werther y sufre un gran dolor al enterarse de la boda de Lotte y Albert.

Tiempo después regresa a Walheim, donde sufre más que nunca, ya que Lotte y Albert están casados. 
Cada día que pasa le recuerda que Lotte nunca podrá corresponder su amor. Apenada por Werther y por respeto  a su esposo, Lotte decide que Werther no debe visitarla tan frecuentemente. 

La amada Lotte y el joven Werther


Él la visita por última vez y después de recitar un pasaje de Ossian, ambos se besan. 

Werther sabía, antes de este incidente, que uno de ellos —Lotte, Albert, o Werther— tenía que morir... 
Incapaz de hacerle daño a otro ser, Werther no ve más opción que su suicidio.


Después de escribir una carta de despedida para que fuera hallada después de su muerte, le escribe a Albert pidiéndole dos pistolas con la excusa de que las necesitara para un viaje. 




Albert recibe esta petición en presencia de Lotte, a quien le pide que le mande las pistolas, a lo cual ella accede aunque temblando, pues sabe que Werther es capaz de cometer suicidio. 
Luego, Werther se quita la vida.






















Charlotte ante la tumba de Werther




EL EFECTO WERTHER 
























Una lectura del Werther de Goethe, 1870 por Wilhelm Amberg



El Efecto Werther toma su nombre en 1774 por los suicidios ocurridos entre los jóvenes que habían leído la novela de Goethe Las desventuras del joven Werther, cuyo protagonista, un joven de talento, desesperanzado por su pasión amorosa, termina su vida por suicidio con arma de fuego.
En algunos lugares de Europa se llegó a prohibir la novela para evitar el contagio de suicidios.

La publicación y la lectura de esta novela provocó que algunos jóvenes de aquella época, finales del siglo XVIII, se quitaran la vida por amor, hasta el extremo de que su venta se prohibió en algunas ciudades de Alemania. 



El nombre de este efecto lo acuñó el sociólogo David P. Phillips en 1974, para describir el efecto de la sugestión en la conducta suicida. 




La muerte de Thomas Chatterton, 1856 por Henry Wallis




LA NOVELA EPISTOLAR
Se llama novela epistolar a las novelas escritas en forma de cartas  o epístolas.
Estas cartas son enviadas o recibidas por los personajes de la novela. 
A través de la lectura de las cartas que escriben, vamos conociendo  la evolución de los personajes y la trama de la novela. 





WERTHER Y LA ÓPERA
Werther es una ópera en cuatro actos con música de Jules Massenet y libreto en francés basado en la novela de Goethe. 





Aquí puedes escuchar un fragmento del Werther de Massenet representado, en el 2010, en la Ópera Nacional de París, en el que Jonas Kaufmann y Sophie Koche cantan la escena del poema de Ossian.













domingo, 13 de enero de 2013

EDGAR LEE MASTERS, ANTOLOGÍA DE SPOON RIVER





EDGAR LEE MASTERS

Edgar Lee Masters fue un abogado, periodista, poeta y dramaturgo norteamericano.
Nacido en Garnett, Kansas en 1868, es autor de casi sesenta libros, entre los que hay poemarios, dramas, novelas y biografías de Vachel Lindsay, Abraham Lincoln, Mark Twain o Walt Whitman.


Sus primeros libros, algunos de ellos publicados bajo pseudónimo, muestran grandes influencias de los poetas románticos ingleses y de Edgar Allan Poe.



En 1898, publicó su primer libro de poesía titulado Un libro de versos y se casó con Helen M. Jenkins.


Lee Masters es conocido por su famosa Antología de Spoon River. En ella, en poemas en forma de monólogo, hablan los muertos de un cementerio de Illinois.

En 1917, Masters abandonó a su familia y viajó por Europa y visitó Egipto.

Edgar Lee Masters en el Shepards en Egipto el 19 de marzo de 1921


Años más tarde se divorció, abandonó la profesión de abogado para dedicarse a la escritura.
En 1926 se volvió a casar con una profesora llamada Ellen Coyne, treinta años más joven que él.
Dejó Chicago y se trasladó a Nueva York.


Nunca consiguió superar con ninguna de sus obras el éxito de su Antología de Spoon River y, desilusionado, Edgar Lee Masters pasó sus últimos años retirado en el hotel Chelsea de Nueva York dedicado a escribir y viviendo de las ayudas que le daban sus amigos. 


En cuanto al estilo, pertenece al grupo llamado Renacimiento de Chicago, en el que destacaron autores como Vachel Lindsay, Sherwood Anderson, Theodore Dreiser o Carl Sandburg.





En los últimos años de su vida, ya con muy mala salud, recibió varios premios por su  temprana obra poética sobre Spoon River.
Fallece en una casa de reposo de Pensilvania en 1950.
No dejó más que sus papeles y los derechos de la Antología de Spoon River.




ANTOLOGÍA DE SPOON RIVER

A Edgar Lee Masters la fama le llega por un único libro: Spoon River Anthology publicado en 1915.
Está formado por doscientos cuarenta y cuatro poemas que, salvo el primero, "La colina", que actúa como  presentación, corresponden cada uno a un personaje, enterrado en el cementerio del pueblo de Spoon River, imaginado por el autor.

Los poemas son auténticos monólogos teatrales vistos uno por uno y, al mismo tiempo, como un mosaico, componen una novela de la Norteamérica rural de la segunda mitad del siglo XIX, además la obra es un profundo ensayo sobre la decadencia de la sociedad contemporánea.

Es uno de los libros más vendidos de la poesía norteamericana ya que Lee Masters vendió diecinueve ediciones ese mismo año y en 1940 la obra contaba con setenta ediciones.






ANTOLOGíA DE SPOON RIVER
EDGAR LEE MASTERS, 



EDICIÓN BILINGÜE
Traducción, prólogo y notas de Jaime Priede
Editorial: BARTLEBY EDITORES, S.L.
Año edición: 2012
Plaza de edición: Madrid
14.0x21.0 cm.
Número de páginas: 376 págs.
Lengua: Español / Inglés
Encuadernación: Tapa blanda
ISBN: 9788492799510










sábado, 12 de enero de 2013

VISITA A MEDIOS DE COMUNICACIÓN EN GIJÓN





VISITA A CANAL 10 TV



Invitados por el programa escolar del periódico EL COMERCIO, los alumnos de los grupos A y B de 1º de la ESO del Instituto de Educación Secundaria Ramón Menéndez Pidal de Avilés visitaron, el miércoles 9 de enero de 2013, las instalaciones de televisión de Canal 10 TV en Gijón y protagonizaron un programa informativo.

Estos dos grupos de primero de la ESO participan por medio del Programa Contrato del IES Menéndez Pidal en un acercamiento al uso de las nuevas tecnologías y los medios de comunicación en el aula.



Canal 10 es una cadena de televisión local asturiana perteneciente al grupo editorial Vocento, que también controla el diario gijonés El Comercio. 
Canal 10 TV se integra en la red de televisiones locales Punto TV.



Los estudiantes del IES Menéndez Pidal, amablemente conducidos por la responsable del programa escolar del diario El Comercio, Covadonga de Viedma, pudieron ver, a lo largo de la interesante visita, cómo funciona una cadena de televisión con todo detalle.
Los alumnos de 1º de la ESO de los grupos A y B quedaron encantados con la nueva experiencia.
Hay que agradecer a Covadonga sus interesantes y amenas explicaciones, su amabilidad y su gran paciencia.





VISITA A PUNTO RADIO

A continuación, tras un pequeño descanso, conocieron las instalaciones de la emisora de Punto Radio y participaron en la grabación de un programa de radio.


La visita a esta emisora de radio consistió en una 'grabación-taller' del programa 'Jóvenes Protagonistas', donde los alumnos fueron entrevistados e intervinieron en una mesa coloquio, con el objetivo de dar a conocer su instituto y las actividades que en él se realizan. 






VÍDEO RESUMEN DE LA VISITA A CANAL 10 TV



Los alumnos conocieron los fascinantes mundos de la televisión y de la radio por dentro y, como recuerdo de su visita, se llevaron un dvd con sus mejores momentos.

Si quieres ver alguna de las imágenes del programa informativo que realizaron, aquí, en este vídeo, puedes hacerlo:

















viernes, 4 de enero de 2013

CLEMENT CLARKE MOORE, UNA VISITA DE SAN NICOLÁS




A VISIT FROM ST. NICHOLAS
El poema Una visita de San Nicolás, más conocido por su primer verso “Era la noche antes de Navidad”, fue publicado  anónimamente por primera vez el 23 de diciembre de 1823. 

Este poema es en gran parte el responsable de la imagen que se tiene de Papá Noel desde mediados del siglo XIX hasta la actualidad. 

En él se describe su aspecto físico, la noche de su visita, el  trineo que utiliza, el número y nombre de los renos y el tradicional reparto de juguetes a los niños. 



La autoría de este poema es discutida, por un lado se atribuye al profesor americano Clement Clarke Moore y, por otro lado, a un primo de su mujer, el Major Henry Livingston Jr.

El ilustrador Thomas Nast, contemporáneo de ambos,  dibujó a Santa Claus con el aspecto inconfundible con el que lo conocemos hoy.



EN ESTE VÍDEO PUEDES ESCUCHAR A VISIT FROM ST. NICHOLAS





'TWAS THE NIGHT BEFORE CHRISTMAS OR ACCOUNT OF A VISIT FROM ST. NICHOLAS

'Twas the night before Christmas, when all through the house
Not a creature was stirring, not even a mouse.
The stockings were hung by the chimney with care,
In hopes that St Nicholas soon would be there.

The children were nestled all snug in their beds,
While visions of sugar-plums danced in their heads.
And mamma in her 'kerchief, and I in my cap,
Had just settled our brains for a long winter's nap.

When out on the lawn there arose such a clatter,
I sprang from the bed to see what was the matter.
Away to the window I flew like a flash,
Tore open the shutters and threw up the sash.

The moon on the breast of the new-fallen snow
Gave the lustre of mid-day to objects below.
When, what to my wondering eyes should appear,
But a miniature sleigh, and eight tinny reindeer.

With a little old driver, so lively and quick,
I knew in a moment it must be St Nick.
More rapid than eagles his coursers they came,
And he whistled, and shouted, and called them by name!

"Now Dasher! now, Dancer! now, Prancer and Vixen!
On, Comet! On, Cupid! on, on Donner and Blitzen!
To the top of the porch! to the top of the wall!
Now dash away! Dash away! Dash away all!"

As dry leaves that before the wild hurricane fly,
When they meet with an obstacle, mount to the sky.
So up to the house-top the coursers they flew,
With the sleigh full of Toys, and St Nicholas too.

And then, in a twinkling, I heard on the roof
The prancing and pawing of each little hoof.
As I drew in my head, and was turning around,
Down the chimney St Nicholas came with a bound.

He was dressed all in fur, from his head to his foot,
And his clothes were all tarnished with ashes and soot.
A bundle of Toys he had flung on his back,
And he looked like a peddler, just opening his pack.

His eyes-how they twinkled! his dimples how merry!
His cheeks were like roses, his nose like a cherry!
His droll little mouth was drawn up like a bow,
And the beard of his chin was as white as the snow.

The stump of a pipe he held tight in his teeth,
And the smoke it encircled his head like a wreath.
He had a broad face and a little round belly,
That shook when he laughed, like a bowlful of jelly!

He was chubby and plump, a right jolly old elf,
And I laughed when I saw him, in spite of myself!
A wink of his eye and a twist of his head,
Soon gave me to know I had nothing to dread.

He spoke not a word, but went straight to his work,
And filled all the stockings, then turned with a jerk.
And laying his finger aside of his nose,
And giving a nod, up the chimney he rose!

He sprang to his sleigh, to his team gave a whistle,
And away they all flew like the down of a thistle.
But I heard him exclaim, 'ere he drove out of sight,
"Happy Christmas to all, and to all a good-night!"




ERA LA NOCHE ANTES DE NAVIDAD
UNA VISITA DE SAN NICOLÁS

Era tarde en Nochebuena, nada en la casa se oía,
hasta el ratón de alacena con su familia dormía.
De la repisa colgaban, medias en la chimenea,
San Nicolás, al llenarlas, tendría una gran tarea.

Los niños dormían ya y soñaban sutilezas,
imaginando visiones en sus pequeñas cabezas,
y mamá con su pañuelo, y yo con mi mejor gorra,
antes de una buena siesta, sentíamos la modorra.

Cuando afuera en el jardín, se formó un gran alboroto,
salí de mi cama a saltos, parecía un terremoto,
corrí y abrí la ventana, levantándola hasta el tope,
las cortinas separé, pues creí oír un galope.

La luz de la luna llena se reflejaba en la escena
e iluminaba la nieve, como hace el sol con la arena.
Cuando yo vi ante mis ojos, de grata sorpresa llenos,
un trineo en miniatura tirado por ocho renos.

Los controlaba un viejito, ágil y con gran viveza.
"Debe ser San Nicolás", pensé yo con gran presteza.
Él, aunque eran como águilas, de sus cursos era el guía,
¡Silbando y con muchos gritos, sus nombres les repetía!

"iOh, Bailarín! ¡Oh, Brioso, Relámpago y Juguetón!
¡Hala Cupido! ¡Hala Trueno! ¡Halen Cometa y Pompón!
¡Suban prontos al tejado y a lo alto por la pared!
¡Suban con brío ahora mismo! ¡Todos, con brío, ascended!".

Como las hojas ya secas que encuentran algún obstáculo
se entrelazan con el viento en asombroso espectáculo,
así subieron al techo, como en sus cursos volando,
en el trineo con juguetes a San Nicolás llevando.

Después de algunos segundos, yo pude oír satisfecho
ruido de pequeños cascos que golpeaban en el techo.
En la mente estas imágenes y en mis talones girando,
por la chimenea vi a San Nicolás bajando.

Todo envuelto estaba en pieles, de los pies a la cabeza,
su ropa estaba manchada del hollín y la ceniza.
Una bolsa con juguetes de su ancha espalda colgaba,
parecía un vendedor que su mercancía cargaba.

¡Qué alegría en su sonrisa! ¡Qué brillo había en sus ojos!
¡Qué color en sus mejillas! ¡Qué nariz con tonos rojos!
Su boca, en un amplio arco, se abría en sonrisa leve
y la barba en su barbilla más blanca era que la nieve.

Una pipa ya gastada en sus dientes sujetaba
y alrededor de sus sienes el humo lo coronaba.
Su cara era ancha y redonda, y un vientre grande tenía
que como la gelatina temblaba cuando él reía.

Era un duende muy alegre, un viejo gordo y bajito,
y me tuve que reír, ¡aunque lo hice muy quedito!
Un giro de su cabeza y un guiño casi secreto
hicieron que mis temores se esfumaran por completo.

Sin decir ni una palabra, a su tarea se dio,
giró sobre sus talones y las medias rellenó.
Tocándose la nariz, con un dedo y por el lado,
¡Subió por la chimenea por alguna magia izado!

Saltó presto en el trineo, silbó casi sin aliento,
y los renos se alejaron como plumas en el viento.
Pero oí cuando exclamaba, ya inmerso en la oscuridad,
"¡Que tengan muy buenas noches y una Feliz Navidad!".

©Traducción de Juan A. Galán
(Copyrighted Translation)


'TWAS LA NOCHE BEFORE CHRISTMAS OR ACCOUNT OF UNA VISITA FROM ST. NICHOLAS

'Twas the night before Christmas and all through la casa
not a creature was stirring, ¡Caramba! ¿Qué pasa?
Los niños were all tucked away in their camas, 
some in vestidos and some in pajamas.

While Mama worked late in her little cocina, 
el viejo was down at the corner cantina.
The stockings were hanging con mucho cuidado, 
in hopes that St. Nicholas would feel obligado

to bring all the children, both buenos y malos,
a nice batch of dulces and other regalos.
Outside in the yard there arose such a grito, 
that I jumped to my feet like a frightened cabrito.

I went to the window and looked out afuera, 
and who in the world, do you think que era?
Saint Nick in a sleigh and a big red sombrero 
came dashing along like a crazy bombero!

And pulling his sleigh instead of venados,
were eight little burros approaching volados.
I watched as they came, and this little hombre 
was shouting and whistling and calling by nombre.

Ay, Pancho! Ay, Pepe! Ay, Cuca! Ay, Beto!
Ay, Chato! Ay, Chopo! Maruca and Nieto!
Then standing erect with his hand on his pecho 
he flew to the top of our very own techo.

With his round little belly like a bowl of jalea,
he struggled to squeeze down our old chimenea.
Then huffing and puffing, at last in our sala, 
with soot smeared all over his red suit de gala.

He filled the stockings with lovely regalos,
for none of the children had been very malos.
Then chuckling aloud and seeming contento,
he turned like a flash and was gone like the viento.


He sprang to his trineo, to his team gave a whistle,
And away they all volaron like the down of a thistle.

And I heard him exclaim, and this is verdad,
Merry Christmas to all, y Feliz Navidad!