domingo, 22 de marzo de 2020

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ, CIEN AÑOS DE SOLEDAD

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
Gabriel García Marquez nació en Aracataca, Colombia su padre fue el telegrafista Gabriel Eligio García y su madre era Luisa Santiaga Márquez. 
Se crió como niño único en Aracataca con sus abuelos maternos y sus tías. 
Cuando tenía cinco años sus padres se fueron a vivir a Sucre, donde abrieron una farmacia. 
En esa población, Luisa Santiaga daría a luz a la mayor parte de los once hijos del matrimonio. 
Gabriel García Márquez se trasladó muy joven a Bogotá para estudiar Derecho y Periodismo en la Universidad Nacional sin llegar a graduarse y allí escribió sus primeras colaboraciones periodísticas en el diario El Espectador.






A los veintiocho años publicó La hojarasca su primera novela.
Ya en sus primeras obras ya empiezan a aparecer los personajes de Macondo que luego vereremos en Cien años de soledad
Gabriel García Márquez estuvo comprometido con los movimientos de izquierda,  y siguió de cerca la revolución cubana de Fidel Castro y el Che Guevara hasta su triunfo en 1959. 
Fue amigo de Fidel Castro y participó en la fundación de Prensa Latina, la agencia de noticias de Cuba. 
Tras muchos intentos en distintas editoriales, García Márquez consiguió que una editorial argentina le publicase en 1967 Cien años de soledad que es su obra maestra y una de las novelas más importantes de la literatura universal del siglo XX.



CIEN AÑOS DE SOLEDAD 

Gabriel García Márquez narra la historia de siete generaciones de la familia Buendía, una familia condenada a la soledad que funda el pueblo de Macondo.

Si quieres conocer un poco más, así comienza Cien años de soledad

"Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el nombre de Melquíades, hizo una truculenta demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse, y aun los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se les había buscado, y se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos de Melquíades. «Las cosas tienen vida propia —pregonaba el gitano con áspero acento—, todo es cuestión de despertarles el ánima». José Arcadio Buendía, cuya desaforada imaginación iba siempre más lejos que el ingenio de la naturaleza, y aun más allá del milagro y la magia, pensó que era posible servirse de aquella invención inútil para desentrañar el oro de la tierra. Melquíades, que era un hombre honrado, le previno: «Para eso no sirve». Pero José Arcadio Buendía no creía en aquel tiempo en la honradez de los gitanos, así que cambió su mulo y una partida de chivos por los dos lingotes imantados. Úrsula Iguarán, su mujer, que contaba con aquellos animales para ensanchar el desmedrado patrimonio doméstico, no consiguió disuadirlo. «Muy pronto ha de sobrarnos oro para empedrar la casa», replicó su marido. Durante varios meses se empeñó en demostrar el acierto de sus conjeturas. Exploró palmo a palmo la región, inclusive el fondo del río, arrastrando los dos lingotes de hierro y recitando en voz alta el conjuro de Melquíades. Lo único que logró desenterrar fue una armadura del siglo XV con todas sus partes soldadas por un cascote de óxido, cuyo interior tenía la resonancia hueca de un enorme calabazo lleno de piedras. Cuando José Arcadio Buendía y los cuatro hombres de su expedición lograron desarticular la armadura, encontraron dentro un esqueleto calcificado que llevaba colgado en el cuello un relicario de cobre con un rizo de mujer."

Gabriel García Márquez
  Cien años de soledad, 1967

PARTES DE CIEN AÑOS DE SOLEDAD 
La novela se puede dividir en cuatro partes:
1ª etapa: fundación y primeros años de Macondo 
2ª etapa: la guerra civil y el coronel Aureliano Buendía 
3ª etapa: la fiebre bananera 
4ª etapa: el fin de Macondo 

SUS INFLUENCIAS 
Entre sus influencias destacan la de la transmisión oral de leyendas e historias populares que conoció por sus abuelos y tías en Aracataca y la del escritor norteamericano William Faulkner.

OPINIONES SOBRE CIEN AÑOS DE SOLEDAD 
Cien años de soledad ha sido descrita como la más perfecta manifestación del «realismo mágico», corriente en que cabe incluir a una parte de los autores del Boom.
Ha sido considerada una de las novelas imprescindibles del siglo XX a escala mundial Se ha dicho de ella que es la mejor novela  de la historia de las letras hispánicas después de Don Quijote de la Mancha
Señalada como «catedral gótica del lenguaje», este clásico del siglo XX es un enorme y espléndido tapiz de la saga de la familia Buendía, en la mítica aldea de Macondo.
Ha sido juzgada como la pieza clave del Boom de la literatura hispanoamericana de los años 60.


¿QUÉ ES EL REALISMO MÁGICO?

El Realismo mágico para Alejo Carpentier es "lo real maravilloso". 
Su rasgo más visible es la naturalidad con que lo cotidiano se entrelaza con sucesos maravillosos tan imaginativos como expresivos.

¿QUÉ ES EL BOOM DE LA NOVELA HISPANOAMERICANA?

El boom de la novela hispanoamericana es un fenómeno editorial de los años 60 que proporcionó proyección internacional a los narradores del continente americano.



sábado, 14 de marzo de 2020

EDGAR ALLAN POE, LA MÁSCARA DE LA MUERTE ROJA

EDGAR ALLAN POE 
El escritor norteamericano Edgar Allan Poe publicó el relato La máscara de la muerte roja  en 1842.
Es un relato dentro del género gótico que trata de lo inevitable de la muerte en una historia que transcurre en una epidemia de peste que recuerda el relato marco de El Decamerón de Boccaccio.

LA MÁSCARA DE LA MUERTE ROJA

La Muerte Roja había devastado el país durante largo tiempo. Jamás una peste había sido tan fatal y tan espantosa. La sangre era encarnación y su sello: el rojo y el horror de la sangre. Comenzaba con agudos dolores, un vértigo repentino, y luego los poros sangraban y sobrevenía la muerte. Las manchas escarlata en el cuerpo y la cara de la víctima eran el bando de la peste, que la aislaba de toda ayuda y de toda simpatía, y la invasión, progreso y fin de la enfermedad se cumplían en media hora.

Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios quedaron semidespoblados llamó a su lado a mil caballeros y damas de su corte, y se retiró con ellos al seguro encierro de una de sus abadías fortificadas. Era ésta de amplia y magnífica construcción y había sido creada por el excéntrico aunque majestuoso gusto del príncipe. Una sólida y altísima muralla la circundaba. Las puertas de la muralla eran de hierro. Una vez adentro, los cortesanos trajeron fraguas y pesados martillos y soldaron los cerrojos. Habían resuelto no dejar ninguna vía de ingreso o de salida a los súbitos impulsos de la desesperación o del frenesí. La abadía estaba ampliamente aprovisionada. Con precauciones semejantes, los cortesanos podían desafiar el contagio. Que el mundo exterior se las arreglara por su cuenta; entretanto era una locura afligirse. El príncipe había reunido todo lo necesario para los placeres. Había bufones, improvisadores, bailarines y músicos; había hermosura y vino. Todo eso y la seguridad estaban del lado de adentro. Afuera estaba la Muerte Roja.

Al cumplirse el quinto o sexto mes de su reclusión, y cuando la peste hacía los más terribles estragos, el príncipe Próspero ofreció a sus mil amigos un baile de máscaras de la más insólita magnificencia.

Aquella mascarada era un cuadro voluptuoso, pero permitan que antes les describa los salones donde se celebraba. Eran siete -una serie imperial de estancias-. En la mayoría de los palacios, la sucesión de salones forma una larga galería en línea recta, pues las dobles puertas se abren hasta adosarse a las paredes, permitiendo que la vista alcance la totalidad de la galería. Pero aquí se trataba de algo muy distinto, como cabía esperar del amor del príncipe por lo extraño. Las estancias se hallaban dispuestas con tal irregularidad que la visión no podía abarcar más de una a la vez. Cada veinte o treinta metros había un brusco recodo, y en cada uno nacía un nuevo efecto. A derecha e izquierda, en mitad de la pared, una alta y estrecha ventana gótica daba a un corredor cerrado que seguía el contorno de la serie de salones. Las ventanas tenían vitrales cuya coloración variaba con el tono dominante de la decoración del aposento. Si, por ejemplo, la cámara de la extremidad oriental tenía tapicerías azules, vívidamente azules eran sus ventanas. La segunda estancia ostentaba tapicerías y ornamentos purpúreos, y aquí los vitrales eran púrpura. La tercera era enteramente verde, y lo mismo los cristales. La cuarta había sido decorada e iluminada con tono naranja; la quinta, con blanco; la sexta, con violeta. El séptimo aposento aparecía completamente cubierto de colgaduras de terciopelo negro, que abarcaban el techo y la paredes, cayendo en pliegues sobre una alfombra del mismo material y tonalidad. Pero en esta cámara el color de las ventanas no correspondía a la decoración. Los cristales eran escarlata, tenían un color de sangre.

A pesar de la profusión de ornamentos de oro que aparecían aquí y allá o colgaban de los techos, en aquellas siete estancias no había lámparas ni candelabros. Las cámaras no estaban iluminadas con bujías o arañas. Pero en los corredores paralelos a la galería, y opuestos a cada ventana, se alzaban pesados trípodes que sostenían un ígneo brasero cuyos rayos se proyectaban a través de los cristales teñidos e iluminaban brillantemente cada estancia. Producían en esa forma multitud de resplandores tan vivos como fantásticos. Pero en la cámara del poniente, la cámara negra, el fuego que a través de los cristales de color de sangre se derramaba sobre las sombrías colgaduras, producía un efecto terriblemente siniestro, y daba una coloración tan extraña a los rostros de quienes penetraban en ella, que pocos eran lo bastante audaces para poner allí los pies. En este aposento, contra la pared del poniente, se apoyaba un gigantesco reloj de ébano. Su péndulo se balanceaba con un resonar sordo, pesado, monótono; y cuando el minutero había completado su circuito y la hora iba a sonar, de las entrañas de bronce del mecanismo nacía un tañido claro y resonante, lleno de música; mas su tono y su énfasis eran tales que, a cada hora, los músicos de la orquesta se veían obligados a interrumpir momentáneamente su ejecución para escuchar el sonido, y las parejas danzantes cesaban por fuerza sus evoluciones; durante un momento, en aquella alegre sociedad reinaba el desconcierto; y, mientras aún resonaban los tañidos del reloj, era posible observar que los más atolondrados palidecían y los de más edad y reflexión se pasaban la mano por la frente, como si se entregaran a una confusa meditación o a un ensueño. Pero apenas los ecos cesaban del todo, livianas risas nacían en la asamblea; los músicos se miraban entre sí, como sonriendo de su insensata nerviosidad, mientras se prometían en voz baja que el siguiente tañido del reloj no provocaría en ellos una emoción semejante. Mas, al cabo de sesenta y tres mil seiscientos segundos del Tiempo que huye, el reloj daba otra vez la hora, y otra vez nacían el desconcierto, el temblor y la meditación.

Pese a ello, la fiesta era alegre y magnífica. El príncipe tenía gustos singulares. Sus ojos se mostraban especialmente sensibles a los colores y sus efectos. Desdeñaba los caprichos de la mera moda. Sus planes eran audaces y ardientes, sus concepciones brillaban con bárbaro esplendor. Algunos podrían haber creído que estaba loco. Sus cortesanos sentían que no era así. Era necesario oírlo, verlo y tocarlo para tener la seguridad de que no lo estaba. El príncipe se había ocupado personalmente de gran parte de la decoración de las siete salas destinadas a la gran fiesta, su gusto había guiado la elección de los disfraces.

Grotescos eran éstos, a no dudarlo. Reinaba en ellos el brillo, el esplendor, lo picante y lo fantasmagórico. Se veían figuras de arabesco, con siluetas y atuendos incongruentes, se veían fantasías delirantes, como las que aman los locos. En verdad, en aquellas siete cámaras se movía, de un lado a otro, una multitud de sueños. Y aquellos sueños se contorsionaban en todas partes, cambiando de color al pasar por los aposentos, y haciendo que la extraña música de la orquesta pareciera el eco de sus pasos.

Mas otra vez tañe el reloj que se alza en el aposento de terciopelo. Por un momento todo queda inmóvil; todo es silencio, salvo la voz del reloj. Los sueños están helados, rígidos en sus posturas. Pero los ecos del tañido se pierden -apenas han durado un instante- y una risa ligera, a medias sofocada, flota tras ellos en su fuga. Otra vez crece la música, viven los sueños, contorsionándose al pasar por las ventanas, por las cuales irrumpen los rayos de los trípodes. Mas en la cámara que da al oeste ninguna máscara se aventura, pues la noche avanza y una luz más roja se filtra por los cristales de color de sangre; aterradora es la tiniebla de las colgaduras negras; y, para aquél cuyo pie se pose en la sombría alfombra, brota del reloj de ébano un ahogado resonar mucho más solemne que los que alcanzan a oír las máscaras entregadas a la lejana alegría de las otras estancias.

Se congregaba una densa multitud en estas últimas, donde febrilmente latía el corazón de la vida. Continuaba la fiesta en su torbellino hasta el momento en que comenzaron a oírse los tañidos del reloj anunciando la medianoche. Calló entonces la música, como ya he dicho, y las evoluciones de los que bailaban se interrumpieron; y como antes, se produjo en todo una cesación angustiosa. Mas esta vez el reloj debía tañer doce campanadas, y quizá por eso ocurrió que los pensamientos invadieron en mayor número las meditaciones de aquellos que reflexionaban entre la multitud entregada a la fiesta. Y quizá también por eso ocurrió que, antes de que los últimos ecos del carrillón se hubieran hundido en el silencio, muchos de los concurrentes tuvieron tiempo para advertir la presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no había llamado la atención de nadie. Y, habiendo corrido en un susurro la noticia de aquella nueva presencia, se alzó al final un rumor que expresaba desaprobación, sorpresa y, finalmente, espanto, horror y repugnancia. En una asamblea de fantasmas como la que acabo de describir es de imaginar que una aparición ordinaria no hubiera provocado semejante conmoción. El desenfreno de aquella mascarada no tenía límites, pero la figura en cuestión lo sobrepasaba e iba incluso más allá de lo que el liberal criterio del príncipe toleraba. En el corazón de los más temerarios hay cuerdas que no pueden tocarse sin emoción. Aún el más relajado de los seres, para quien la vida y la muerte son igualmente un juego, sabe que hay cosas con las cuales no se puede jugar. Los concurrentes parecían sentir en lo más hondo que el traje y la apariencia del desconocido no revelaban ni ingenio ni decoro. Su figura, alta y flaca, estaba envuelta de la cabeza a los pies en una mortaja. La máscara que ocultaba el rostro se parecía de tal manera al semblante de un cadáver ya rígido, que el escrutinio más detallado se habría visto en dificultades para descubrir el engaño. Cierto, aquella frenética concurrencia podía tolerar, si no aprobar, semejante disfraz. Pero el enmascarado se había atrevido a asumir las apariencias de la Muerte Roja. Su mortaja estaba salpicada de sangre, y su amplia frente, así como el rostro, aparecían manchados por el horror escarlata.
Cuando los ojos del príncipe Próspero cayeron sobre la espectral imagen (que ahora, con un movimiento lento y solemne como para dar relieve a su papel, se paseaba entre los bailarines),   se convulsionó en el primer momento con un estremecimiento de terror o de disgusto; pero inmediatamente su frente enrojeció de rabia.

-¿Quién se atreve -preguntó, con voz ronca, a los cortesanos que lo rodeaban-, quién se atreve a insultarnos con esta burla blasfematoria? ¡Agarradlo y desenmascaradlo, para que sepamos a quién vamos a ahorcar al alba en las almenas!

Al pronunciar estas palabras, el príncipe Próspero se hallaba en el aposento del este, el aposento azul. Sus acentos resonaron alta y claramente en las siete estancias, pues el príncipe era hombre temerario y robusto, y la música acababa de cesar a una señal de su mano.

Con un grupo de pálidos cortesanos a su lado  se hallaba el príncipe en el aposento azul. Apenas hubo hablado, los presentes hicieron un movimiento en dirección al intruso, quien, en ese instante, se hallaba a su alcance y se acercaba al príncipe con paso sereno y cuidadoso. Mas la indecible aprensión que la insana apariencia de enmascarado había producido en los cortesanos impidió que nadie alzara la mano para detenerlo; y así, sin impedimentos, pasó éste a un metro del príncipe, y, mientras la vasta concurrencia retrocedía en un solo impulso hasta pegarse a las paredes, siguió andando con el mismo y solemne paso que desde el principio lo había distinguido. Y de la cámara azul pasó la púrpura, de la púrpura a la verde, de la verde a la anaranjada, desde ésta a la blanca y de allí, a la violeta antes de que nadie se hubiera decidido a detenerlo. Mas entonces el príncipe Próspero, enloquecido por la ira y la vergüenza de su momentánea cobardía, se lanzó a la carrera a través de los seis aposentos, sin que nadie lo siguiera por el mortal terror que a todos paralizaba. Puñal en mano, se acercó impetuosamente hasta llegar a tres o cuatro pasos de la figura, que seguía alejándose, cuando ésta, al alcanzar el extremo del aposento de terciopelo, se volvió de golpe y enfrentó a su perseguidor. Se oyó un agudo grito, mientras el puñal caía resplandeciente sobre la negra alfombra, y el príncipe Próspero se desplomaba muerto. Poseídos por el terrible coraje de la desesperación, numerosas máscaras se lanzaron al aposento negro; pero, al apoderarse del desconocido, cuya alta figura permanecía erecta e inmóvil a la sombra del reloj de ébano, retrocedieron con inexpresable horror al descubrir que el sudario y la máscara cadavérica que con tanta rudeza habían aferrado no contenían ninguna figura tangible.

Y entonces reconocieron la presencia de la Muerte Roja. Había venido como un ladrón en la noche. Y uno por uno cayeron los convidados en las salas de orgía manchadas de sangre y cada uno murió en la desesperada actitud de su caída. Y la vida del reloj de ébano se apagó con la del último de aquellos alegres seres. Y las llamas de los trípodes expiraron. Y las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja lo dominaron todo.
Edgar Allan Poe

viernes, 13 de marzo de 2020

ALBERT CAMUS, LA PESTE

ALBERT CAMUS
Albert Camus, novelista, dramaturgo, ensayista, filósofo y periodista francés, nació en 1913 en Mondovi en la Argelia francesa.

Sus padres eran pieds-noirs, colonos emigrantes franceses, que cultivaban anacardos.


Su madre era analfabeta y su padre, un pobre campesino, fue reclutado y murió en la I Guerra Mundial cuando Albert tenía un año.

Se crió en un barrio muy pobre de Argel y pudo estudiar Primaria y Bachillerato gracias a que recibió una beca por ser huérfano de guerra.


Contrajo tuberculosis en su adolescencia y tuvo que abandonar el fútbol, su gran afición.

"Pronto aprendí que el balón nunca viene hacia uno por donde uno espera que venga. Eso me sirvió mucho en la vida".







Sus profesores hicieron que se interesase por la Filosofía, leyó sobre todo a Schopenhauer y a Nietzsche  y se graduó en Filosofía y Letras.
Pretendía dar clases pero no lo consiguió debido a que su tuberculosis ya estaba muy avanzada.
Trabajó una breve temporada como periodista en Argel en el Alger Républicain.
Albert Camus, tercero por la derecha, con el equipo del  Alger Républicain el día de la aparición del primer número, en 1936.

En esa época mostró un gran interés por el teatro y llegó a fundar una pequeña compañía, el Teatro del Trabajo.
Posteriormente Camus viajó por Europa y, en Francia, trabajó para el periódico Paris-soir y fue lector de la famosa editorial Gallimard.
Participó en la Resistencia francesa contra la ocupación de los nazis durante la II Guerra Mundial y fundó el periódico Combat.

Fue un personaje íntegro, comprometido y polémico en su afán de equilibrio y equidad.
Políticamente fue muy activo, de joven militó en el Partido Comunista y simpatizó con el anarquismo.
Mantuvo un pensamiento de izquierdas y se comprometió en la búsqueda de la verdad y la justicia.

Tuvo una compleja vida amorosa y dos matrimonios. Mantuvo una larga relación sentimental y epistolar con la actriz María Casares.

Albert Camus y María Casares

Albert Camus recibió el Premio Nobel de Literatura en 1957 "por su importante producción literaria, que con una seriedad clara ilumina los problemas de la conciencia humana en nuestros tiempos".
Cuando regresaba de unas vacaciones de Navidad en el coche de su amigo Michel Gallimard, un accidente de tráfico le provocó la muerte en Villeblerin, Francia, en 1960.

Albert Camus y Michel Gallimard

Según cuentan los periódicos de la época el escritor había comentado días antes que la muerte en un accidente de tráfico era la muerte más absurda.


LA PESTE

Considerada como una obra cumbre del siglo XX, La peste es una novela escrita por Albert Camus en 1947  que trata sobre una terrible plaga que afecta a una ciudad.

Se la considera una obra clave del movimiento literario, artístico y filosófico conocido como existencialismo.

Aunque el autor no aceptaba para La peste la etiqueta de obra existencialista en ella hay mucho de la llamada filosofía del absurdo.

Orán se transforma gracias a una epidemia en una ciudad atemporal que representará de forma simbólica a cualquier ciudad del mundo sitiada por una peste.

Camus se inspira en la epidemia de cólera que sufrió Orán, entonces colonia francesa, en 1849.

La historia se centra en un médico que van a luchar contra la terrible enfermedad y en la propia lucha de la ciudad y sus habitantes contra la temible plaga que afecta a todos.
"A partir de ese momento, se puede decir que la peste fue nues­tro único asunto. Hasta entonces, a pesar de la sorpresa y la inquietud que habían causado aquellos acontecimientos singula­res, cada uno de nuestros conciudadanos había continuado sus ocupaciones, como había podido, en su puesto habitual. Y; sin duda, esto debía continuar. Pero una vez cerradas las puertas, se dieron cuenta de que estaban, y el narrador también, cogidos en la misma red y que había que arreglárselas. Así fue que, por ejem­plo, un sentimiento tan individual como es el de la separación de un ser querido se convirtió de pronto, desde las primeras sema­nas, mezclado a aquel miedo, en el sufrimiento principal de todo un pueblo durante aquel largo exilio."

El protagonista, el doctor Bernard Rieux, es un médico que  trata de combatir la enfermedad por todos los medios y que comprobará que la solidaridad es la única manera de vencer a la epidemia.

Otro personaje destacado es el periodista Rambert que intenta salir de la ciudad sitiada sin conseguirlo.
Pero la verdadera protagonista es la propia enfermedad, su inicio, desarrollo y progreso hasta conseguir su derrota.
Uno de los temas es la eterna lucha entre el bien y el mal en el ser humano.
La obra está muy relacionada en su faceta simbólica con la obra de Kafka y con representación de la ascensión del nazismo.
Por otro lado, esta novela habla de la solidaridad, la capacidad de resistencia y la heroicidad de los seres humanos cuando se ven en situaciones límite.
"El doctor Rieux decidió redactar la narración que aquí termina, por no ser de los que se callan, para testimoniar en favor de los apestados, para dejar por lo menos un recuerdo de la injusticia y de la violencia que les había sido hecha y para decir simplemente algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio".

Esta obra de Camús, siempre actual, lo es más ahora por las presentes circunstancias.

"El bacilo de la peste nunca muere o desaparece, puede permanecer dormido durante décadas en los muebles o en las camas, aguardando pacientemente en los dormitorios, los sótanos, los cajones, los pañuelos y los papeles viejos, y quizás un día, solo para enseñarles a los hombres una lección y volverlos desdichados, la peste despertará a sus ratas y las enviará a morir en alguna ciudad feliz".

Orán, Boulevard Seguin hacia 1940

FUENTES UTILIZADAS

Para realizar la siguiente entrada se han utilizado, entre otras, las siguientes fuentes, consultadas el 11 de marzo del 2020:
The Nobel Prize in Literature 1957. NobelPrize.org.
El País, Cultura

Bibliothèque Méjanes, Aix-en Provence, France
Photographies Collection Catherine et Jean Camus. Fonds Albert Camus
El Cuaderno