ANDREA MARTÍN SÁNCHEZ, GANADORA DEL CONCURSO NAVACTÚA 2015
La alumna de 1º de Bachillerato del IES Ramón Menéndez Pidal, Andrea Martín Sánchez obtuvo el primer Premio en el concurso de Relato Corto Navactúa contra el maltrato doméstico.
La alumna de 1º de Bachillerato del IES Ramón Menéndez Pidal, Andrea Martín Sánchez obtuvo el primer Premio en el concurso de Relato Corto Navactúa contra el maltrato doméstico.
La villa de Nava celebró el 11 de abril del 2015 un festival artístico y musical en el que se entregaron los Premios de Relato Corto, a los que concurrieron 185 participantes.
Nava celebró la II Gala Musical contra la violencia de género, en la que participaron artistas de toda Asturias y en la que tuvo lugar la entrega de premios del Concurso Navactúa,un certamen literario que cada año cuenta con más éxito de participación.
En el intermedio de las actuaciones musicales se tuvo lugar la entrega de los premios del Concurso Literario de relato corto sobre violencia en el entorno familiar en el que este año participaron 185 personas de diversos puntos de España. En la categoría de Promesas para jóvenes hasta los 17 años de edad, resultó ganadora la avilesina de 16 años Andrea Martín Sánchez, alumna de 1º de Bachillerato del IES Ramón Menéndez Pidal, por su obra La morfología de tus heridas.
El jurado estuvo formado por Inés del Teso Martín, José Manuel Fernández Argüelles, Félix Parajón Fernández y Luis Jorge Pruneda Torga.
La concejal de Igualdad de Nava, Belén Fernández, aprovechó los actos para destacar la creciente afluencia de escritores a la cita literaria y el gran nivel de las obras premiadas.
Si quieres leer La morfología de tus heridas de Andrea Martín, obra ganadora del Premio de Relato Corto Navactúa 2015 sobre Violencia en el Entorno Familiar en la Categoría Promesas, aquí puedes hacerlo:
LA MORFOLOGÍA DE TUS HERIDAS
Había llegado el punto en que ni siquiera el alto volumen de la música podía tapar los gritos que, en un principio, eran un torbellino de susurros furiosos, los cuales habían degenerado en chillidos parecidos al chirrido de los frenos de un coche antiguo. Tampoco cesaban los golpes a los muebles. Ya todo daba igual, con tal de que, cuando se cansasen de discutir entre ellos, no viniesen a mi habitación… Otra cosa más para añadir a la lista, que cada día se engrosaba imparable, de cosas que detestaba profundamente de ellos: el ser su juguete para entretenerse y exteriorizar sus propias frustraciones.
En ese momento escuché un “¿Puedo pasar?” amortiguado por la puerta, seguido del sonido de alguien entrando. ¿Por qué me preguntan, si van a hacer lo que les dé la real gana? Me quité los cascos y observé cómo se sentaba en la silla frente a mi cama.
- ¿Qué haces?
Por favor, no. Mara - prefería llamarla por su nombre - me observaba con el espectro de la locura reluciendo en sus ojos.
- Nada, mamá.
Tres días encerrada en el cuarto de la colada con tan solo agua y galletas me enseñaron, o más bien obligaron, a llamarla mamá.
- Vale – meditó unos segundos -. Entonces no te importará hacerle la cena a Pedro, ¿verdad?
Asentí, comencé a recoger los cuadernos que había sobre la cama y apagué la música, percibiendo, para mi decepción, que ella seguía allí, observando cada uno de mis movimientos casi sin pestañear. Mi corazón comenzó a palpitar cada vez más deprisa conforme me daba cuenta de que iba a decir algo, y seguramente algo non grato hacia mi persona.
- Cada día te pareces más al desgraciado; odio vuestra manía de contestar con pocas palabras o gestos. ¿Tan retrasados sois que ni hablar sabéis o es que os creéis demasiado superiores como para responderme? – en ese momento me asió fuertemente por la muñeca hasta casi cortarme la circulación. También podía ser que todas las células de mi cuerpo rehuían de su toque, fuese cual fuese, siendo conscientes del desprecio que sentía por ella -. A lo mejor, el desgraciado comenzó a verse reflejado en ti y por eso se marchó. Sí, eso fue, tu asquerosa persona – soltó una risita mientras se levantaba, y caminaba hacia la puerta –. Pero me alegro. ¡Así pude estar con Pedro libremente! En casa, en la calle, de compras… Y Pedro te aborrece tanto como yo, Nora. Hala, al lío.
Solo le faltaba dar brinquitos para complementar la gran sonrisa eufórica que se instalaba en su cara cuando charlaba conmigo, como quien no quiere la cosa, sobre aquellos temas. Otra sonrisa, pero esta vez amarga, se dibujó en mi rostro al recordar cómo nombraba a mi progenitor, que tampoco tenía derecho a ser llamado padre: el desgraciado. Según ella, la había engañado aparentando ser el hombre perfecto para revelar después su verdadera identidad: un borracho sin trabajo ni dinero que se desentendió de mí cuando se cansó de Mara.
La ronca voz de fumador empedernido de Pedro me instó a gritos que bajara para “quitarle de una puta vez esta hambre que tiene”. Ahora el nudo de angustia que permanecía constantemente anclado en mi pecho emanaba olas de amargura por todo mi cuerpo, y empañaba mis pupilas hasta obligarme a contener las lágrimas. Si tan solo me ignorasen del todo y se dedicasen a destruirse entre ellos…
Acomodé mi ropa, limpié unas lágrimas traicioneras que lograron escapar de mis ojos y cuadré los hombros, dirigiéndome a continuación hacia las escaleras que bajaban al primer piso, donde estaba la cocina. Al entrar, el olor a tabaco y maría me golpeó de una forma casi física, siendo el tufo de los cigarros algo semejante a mi kriptonita, razón por la cual siempre compraba ambientadores con los que rociaba toda la casa. Para mi inquietud, Pedro se encontraba solo en la cocina.
- Hola, preciosa. Huevos y patatas fritas.
No respondí, como siempre. Tampoco hacía falta. Rápidamente, me moví por la estancia buscando todo lo necesario para cocinar. La mirada del ser que se sentaba en la mesa quemaba en mi espalda. Ojalá me aborreciese, tal y como me había dicho Mara en la habitación; el desprecio sería más llevadero que la lascivia de sus miradas, roces o comentarios. Repugnante. Un fuerte dolor y resquemor me recorrió en una pequeña porción de la muñeca cuando saltó el aceite hirviendo de la sartén, hallándome incapaz de contener un gemido ahogado. Tapé la sartén, bajé el fuego y metí la muñeca bajo el chorro frío de agua del grifo. Noté el arrastre de una silla seguido del calor de un cuerpo presionándose tras mi espalda y tomando bruscamente mi mano para examinarla.
- Bueno, pensé que era peor. Nada que un besito no cure – Pedro intentó llevar mi mano hasta su boca, pero me zafé con premura. – ¡Oye, si no pasa nada por un besito!
- No hace falta – me aparté y cerré el grifo. La herida quemaba, sin embargo, tan solo tenía en mente la idea de terminar pronto con la cena -. Seguiré con esto.
Afortunadamente, los huevos tan solo estaban un poco chamuscados y las patatas, intactas. Lo puse todo en un plato y lo dejé en la mesa. Recogí los enseres y me encaminé hacia la puerta. El reloj apenas marcaba las diez menos cuarto, pero el cansancio del día me pesaba como una chaqueta de veinte kilos.
- Buenas noches – me despedí escuetamente y mirando hacia el suelo.
- Buenas noches, preciosa – respondió Pedro entonándolo como una melodía. Siempre estaba llamándome preciosa. Todos los días igual.
Subí los escalones de dos en dos mientras escuchaba cómo llegaba Mara por la puerta principal y me detuve unos segundos mirándola, reparando en los trompicones que daba al caminar, como si anduviese por un suelo empedrado en vez del liso parqué del recibidor. A saber lo que había tomado; hacía ya tiempo que había dejado de importarme que se drogase en el garaje. Al llegar al baño para lavarme los dientes, recordé que no había cenado, pero las pocas ganas de volver a bajar eran más fuertes que el hambre, la cual era más bien poca.
Si bien siempre permanecía alerta, mi habitación era el único sitio donde podía respirar tranquila y relajarme. Me puse el pijama y me quité los pendientes frente al espejo, guardándolos en el minúsculo joyero en el que metía los escasos abalorios que me pertenecían. La imagen del espejo no era más que una cáscara vacía, marchita y grisácea. Ya no veía a la chica de diecisiete años, morena y bajita, que solía ser. Ahora solo contemplaba el fantasma de una adolescente que tenía los ojos hundidos a causa de la progresiva delgadez que se había ido apoderando de su cuerpo. Incluso la lozanía juvenil de mi cara le habían arrebatado quienes que vivían con ella en aquella casa.
El suave tacto de las sábanas térmicas me reconfortó cuando me acomodé en la cama, haciendo que mis músculos se convirtiesen en plastilina. Era en ese instante cuando podía rememorar los pocos momentos felices que había vivido a lo largo de mi corta y turbulenta vida, y el hecho de que casi todos los acontecimientos estuviesen relacionados con mi vecino en vez de con personas de mi propia sangre, era bastante significativo. Poco a poco fui cayendo en la inconsciencia mientras recordaba el olor a pan recién horneado que desprendía Ethan cuando se acercaba a mí y compartía conmigo sus atípicas sonrisas resplandecientes que me derretían.
Cuando al día siguiente el despertador sonó a las siete y cuarto de la mañana, me extrañó no escuchar el familiar repiqueteo de la lluvia al caer, tan típico del invierno húmedo del norte. Me acerqué a la cortina y casi me desmayo al ver la nieve. Lo que para la muchos suponía a una estampa preciosa, para mí era lo más parecido a una metáfora de mi actual situación familiar: la nieve, suave e inevitablemente, lo cubre todo, y oculta el paisaje con un blanco espesor que ahoga los colores y te sumerge en una monotonía asfixiante, la cual, si se prolonga durante mucho tiempo, entorpece o paraliza tu vida y cualquier movimiento. A esto se añade el odioso frío que la acompaña, que te cala en los huesos y duele.
Tras haber desayunado, me envolví en doscientas capas de ropa, temiendo que, aun así, no fuesen suficientes para escapar del frío. Pedirle a Mara o Pedro que me acercasen al instituto era inviable, no tanto por las condiciones climatológicas adversas y todo lo que estas conllevasen, sino porque prefería aguantar las bajas temperaturas antes que su simple presencia, todavía más declinable si le sumábamos el que los tendría a menos de veinte centímetros de mi persona durante diez minutos. No, prefería la hipotermia. Tal como lo esperaba, al igual que todos los días, ninguno estaba despierto a esas horas. Mejor.
De momento, solo caían livianos copos, nada alarmante que complicase mi largo camino hacia la escuela. Iba tan ensimismada mirando el suelo, intentando no caerme, que no advertí la presencia del coche que acababa de parar a mi lado hasta que sonó el claxon varias veces. Alcé la vista para encontrarme con la de Ethan, quien había bajado la ventanilla.
- Sube, anda, que te vas a congelar.
Reprimí las ganas de correr hacia el vehículo, decantándome por caminar apresuradamente. No deseaba ser tan obvia en cuanto a mis sentimientos.
- Pensé que te habías ido ya a clase. Como no estabas esperándome en el banco… - cerré rápidamente la puerta y acerqué las manos al calefactor. Las suaves notas de Clocks bailaban en el ambiente, como iridiscente pompas de jabón flotando a nuestro alrededor.
- Es que quería que sufrieras un poco pensando que me había olvidado de ti – lo miré estupefacta-. Es broma, boba. ¿De verdad creías que iba a dejarte ir caminado a clase sola, congelándote? Es que me dormí. Pero ya ves que estoy aquí.
- Ah, bueno, entonces podré perdonar todo el dolor que me provocaste al pensar que te habías olvidado de mí – bromeé.
- ¡Qué boba! Por cierto, buenos días – se acercó y me dio un sonoro beso en la mejilla, llenándome con ese olor a pan tan característico de él.
- ¡Eh, eh, ojos al frente que no quiero acabar siendo puré de carne humana y amasijo de hierros en la carretera! Y buenos días a ti también – escondí el sonrojo tras mi pelo.
Por un breve instante volvió a mirarme y me guiñó un ojo, haciendo que la adrenalina se disparase en mi cuerpo. Eran esos los momentos en los cuales podía ser completamente yo: sin madres locas y drogadictas, sin padres ausentes, sin padrastros que sintiesen de todo menos lazos paterno-filiales hacia mí, sin tener que ocuparme de las tareas del hogar o de ver si las cuentas estaban pagadas. Y también veía cómo Ethan podía ser un chico normal a mi lado, dejando atrás momentáneamente sus problemas. Solo ambos conocíamos nuestras historias y nos comprendíamos. Solo él me había consolado cuando no encontraba regalos bajo el árbol de Navidad o monedas cuando se me caía un diente. De nuevo, me aferré a su aura de seguridad y afecto cuando no recibí el tan caluroso abrazo de orgullo maternal al aprender a leer o multiplicar. La precoz madurez que habíamos desarrollado, fue lo que nos hizo despertar y ver, con nuevos y espabilados ojos, el basto mundo en el cual nos consumíamos. En el instituto, siempre me ayudaba: cuando tenía algún cardenal demasiado visible, él me traía maquillaje de su madre para taparlo y, en ocasiones, me cosía cortes; también apretaba delicadamente mi mano cuando nadie miraba, para que esas otras tantas heridas invisibles, pero más dolorosas, aminorasen. Me había salvado tantas veces en mis horas bajas sin esperar nada a cambio que me era imposible no quererlo de la forma en que lo hacía. Su vida tampoco había sido, ni mucho menos, un camino de rosas. Todavía recuerdo los gritos que provenían de su casa cuando su padre golpeaba a su madre y, de paso, a Ethan, situación que llevó a la desdichada mujer a estar permanentemente alcoholizada intentando huir de aquella terrible pesadilla, y que acabó por hacer que se volviese literalmente loca. Pero fue hace dos años cuando su padre dejó inconsciente, tras una paliza, a Carolina, la madre de Ethan, tras estallar este y enzarzarse en una pelea con él. El enfrentamiento había desembocado en la muerte del padre, quien se había caído por las escaleras, rompiéndose el cuello de paso. Ethan no pudo mantener sus notas ese curso, por lo que repitió, pasando a formar parte de mi misma clase. Los Servicios Sociales intentaron separarlo de su madre al ver que ella era incapaz de hacerse cargo de él, pero Ethan se negó y luchó con uñas y dientes para salir adelante. Primero buscó un empleo que fuese compatible con la asistencia a clase. Comenzó a trabajar en la panadería del pueblo, razón por la cual siempre olía a pan caliente, y después, cuidó de Carolina durante su proceso de desintoxicación alcohólica. Ethan tiraba todas las botellas de casa y se preocupaba de que su progenitora tomase todas las pastillas que le había recetado el psiquiatra para controlar las alucinaciones que sufría. Poco a poco comenzó a salir del decadente bucle que había sido su vida, a pesar de que la situación de su madre lo atormentaba. Y, aun así, estuvo ahí para mí. Al vivir en un pueblo relativamente pequeño, nuestra situación era objeto de habladurías y motivo para que unos pocos hipócritas se acercasen proclamando querer ayudarnos, pero deseando, en realidad, saber si todos aquellos rumores que se esparcían eran ciertos. Patéticos.
Unos metros antes de llegar al instituto, Ethan aparcó en una calle poco transitada y me bajé del coche, despidiéndome con un beso mientras me decía que pasaría a buscarme en aquel mismo sitio para llevarme a casa. Nunca nos dejábamos ver juntos en público; era una especie de regla tácita para no nutrir a las alimañas con más cotilleos sobre si los adolescentes trágicos salían o no juntos. Incluso cuando íbamos caminando, nos separábamos y dejábamos unos cuantos metros de distancia entre nosotros para que nadie notase nada sospechoso.
En los pasillos del instituto intentaba mimetizarme, mezclarme entre la gente, evitando llamar la atención, pero siempre había unos cuantos que se quedaban mirando y hasta cuchicheando. Al entrar en la clase de Lengua, Ethan ya se encontraba en su asiento. Esta era la única materia en la cual nos sentábamos juntos por asignación del profesor.
- Hoy seguiremos con morfología. ¿Alguien sabe cuántos tipos…? – dejé de escuchar casi inmediatamente. A pesar de que el tema me gustaba, no tenía los cinco sentidos puestos en atender. De pronto, sentí cómo Ethan acercaba mi mano hacia su lado.
- ¿Tipo de palabra? – susurró mirando de reojo la quemadura de mi muñeca y mi cara. También procurábamos que, a pesar de sentarnos en la última fila, nadie notase nuestro intercambio.
- Derivada – aparté la cara y me cubrí la ampolla con la manga. Este era el sistema que usaba para contarle el porqué de mis heridas. Simples para las accidentales, derivadas para las que en cierta manera tenían que ver con Mara o Pedro y compuestas para los ataques directos.
- ¿Lexema?
- Salpicadura de aceite hirviendo.
- ¿Morfema flexivo?
- Me estaba mirando, no presté atención a la sartén y me quemé – su postura se relajó y me permití mirarle directamente a la cara -. Estoy muy cansada de todo este… purgatorio, porque ya no tiene otro nombre.
- El corazón es un niño que aguarda lo que desea. A quien espera, su bien le llega, y ya queda menos – me guiñó un ojo y entrelazó nuestros dedos bajo la mesa mientras dibujaba tranquilizadores círculos sobre el dorsal de mi mano.
Tiempo atrás, el día de mi catorce cumpleaños, había planeado, junto a un quinceañero Ethan, el proyecto de nuestra vida. Soñábamos con, lo que por aquel entonces, parecían castillos de papel pinocho, mientras comíamos la pequeña tarta de chocolate que mi cautivador vecino me había regalado. Sentados en mi desvencijada cocina uno de esos raros días en los cuales estaba sola en casa, degustábamos no solo el dulzor del postre, sino la promesa de un futuro en común. En cuanto hubiésemos terminado el bachillerato, nos iríamos lejos de aquel pueblucho, al que no echaríamos de menos, sin mirar atrás. Carolina, la madre de Ethan, vendría con nosotros, por supuesto. Aquella mujer, a pesar de su demencia, profesaba un gran amor hacia su hijo. Incluso a mí, que no era nada suyo, me regalaba, de vez en cuando, y siempre que las alucinaciones no la cegaban, un pedacito de cariño solícito. Nuestro objetivo era el motor de mi vida, además de lo único por lo que seguía aguantando en aquella casa.
Tras un rápido vistazo al reloj, descubrí que mis divagaciones habían consumido casi todo el tiempo que había durado la clase. Suspiré y me froté el ceño en un vano intento de amilanar el creciente dolor de cabeza que se había instalado en mí. Organicé las hojas que tenía en la mesa y eché un vistazo a Ethan para revitalizarme, del mismo modo en que los girasoles viran hacia el astro rey. Camuflé el atisbo de sonrisa que asomaba en mis labios e intenté reengancharme a la clase
Andrea Martín
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