Augusto Monterroso, escritor guatemalteco, es el máximo representante del microrrelato en español.
Aunque nacido en Honduras, Augusto Monterroso era hijo de padre guatemalteco y optó por esta nacionalidad al llegar a su mayoría de edad.
Autodidacta, abandonó sus estudios tempranamente, para dedicarse por completo a la lectura de los clásicos, que amó con pasión.
El influjo de Miguel de Cervantes es muy evidente en su obra.
Guatemalteco de adopción y centroamericano por vocación, dedicó una buena parte de su vida a luchar contra la dictadura de su país, antes de darse a conocer internacionalmente con el cuento El dinosaurio.
Casado con la escritora mexicana Bárbara Jacobs, vivió exiliado desde 1944 en México, donde trabajó en la UNAM y, como traductor, en el Fondo de Cultura Económica.
EL LEGADO DE MONTERROSO
La viuda de Augusto Monterroso ha completado con nuevas obras el extenso legado concedido a la universidad asturiana.
El legado está compuesto por más de 14.000 libros sobre lenguaje, autores clásicos, literatura universal...
Y la mayor colección de cuentos cortos de todas las lenguas y tiempos, de aforismos, o de artes plásticas, entre otros.
También se incluyen revistas, retratos, dibujos, material de audio y vídeo, así como esculturas y galardones recibidos por el escritor a lo largo de su carrera profesional, entre los que destaca la escultura de Miró correspondiente al Premio Príncipe de las Letras en recibido por Monterroso en el año 2000.
En su honor al escritor se ha creado en Oviedo la Sala Augusto Monterroso en la primera planta de la Biblioteca de Humanidades del Campus de El Milán para exhibir su legado.
Además del Fondo Monterroso en la Universidad de Oviedo, el legado del escritor se encuentra repartido por otras instituciones entre las que destaca la Biblioteca de la Universidad de Princeton en Nueva Jersey, en los Estados Unidos; el Museo del Estanquillo de Ciudad de México; la Agencia Literaria International Editors de Barcelona y el Archivo de Inmigrantes Notables de la Fundación Telmex de México.
Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.
Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.
Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.
Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.
-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.
Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.
Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.
FIN
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